José 0.2

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El lugar era el de siempre, un callejón sin salida conformado por dos angostos edificios a las afuera de la ciudad. Extrañamente era un lugar limpio, pues aquellos que usaban el lugar tendían a poseer un sentido aproximado a la higiene para sus fines lucrativos.

José aún recordaba lo mucho que le solían temblar las piernas aquellas primeras veces, cuando apenas empezaba a entrar en el negocio. Pero ahora nada de eso cabía ya, pues los pasos eran decididos y la cabeza la erguía en lo alto.

Notó que había llegado primero que los emisarios. Se posó en una de las paredes dispuesto a esperar. Giró el cuello el dirección a la calle, instintivamente se llevó la mano al pecho, allí donde colgaba su dije de Jesucristo. Acarició el crucifijo como para tranquilizarse, y la cuestión no es que tuviese miedo, para nada, la cuestión caía en su abuela, puesto que le preocupaba el hecho de que era tarde y él no había llegado.

«Debe estar angustiada», pensó preocupado.

Tampoco le dejaba tranquilo la idea de haberse ido y no saber cómo seguía Félix, se había ido sin más del centro y tampoco comentó si volvería para dormir en casa de su amigo o se iría a la suya.

Cierto era que estaba ahí y el tiempo jamás le había exasperado tanto.

Un leve crujido hizo que José alzara el cuello alerta, mirando nuevamente hacia la calle. Dos siluetas altas y delgadas se habían introducido y se aproximaban allí hacia donde él estaba. Nervioso no se sentía, dado que eran las visitas que esperaba.

Las dos figuras ya estaban lo suficientemente cerca como para que José divisara y reconociera quiénes eran sus emisarios en aquella ocasión, y hubo sorpresa, ya que aquellos dos tipos eran los de siempre; Ricardo y Juanes.

—¿Qué tal, Casquillo? —le saludó Juanes, que era mucha más alto que José y que su mismo compañero Ricardo, era además musculoso y tenía mucho vello en los hombros y brazos. José se había fijado en que no era muy partidario de afeitarse. Ricardo en cambio era más lampiño y cargaba con él un rostro ordinario, esos fáciles de olvidar.

Tampoco tenía idea de por qué le decían Casquillo, pero José siempre había considerado que prefería no saberlo.

—¿Todo bien, muchachos? —saludó José a cambio.

Los emisores asintieron y se colocaron frente a él, luciendo impotentes. Esa impotencia, sin embargo, no significaba nada.

—¿El dinero? —preguntó secamente Juanes.

—Derechito al grano. —Silbó José.

Se metió la mano dentro de los bolsillos y sacó una docena de billetes de los grandes. Se los entregó sin miramientos al primero que haya sido que estiró la mano para cogerlos, no le prestó demasiada atención a eso, pero creyó ver que fue Ricardo.

—¿Tan poco? —Inquirió Juanes, observando los billetes.

José lo miró con degrado.

—¿Acasos piensas que me trajeron mucho la última vez? —Ninguno de los emisores, el motivo es que no acostumbraban a recibir algún tipo de quejas, a los que José agregó—: Es todo, la mota no dio para más.

—Tú verás. —Murmuró Ricardo encogiéndose de hombros.

José asintió y se elevó sobre sus talones, esperando. Miraba a los emisarios a que éstos dieran el siguiente paso, pero ellos se limitaban a mirar los billetes y decidir quién los llevaría en su bolsillo.

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