El puesto de siempre. En el salón de siempre. Con los profesores de siempre.
El sol entra (como siempre) por las ventanas del lado izquierdo del aula y les tiñe las epidermis de un color dorado brillante. El cabello de Katsuki, a esas horas del día, asemeja a la arena de las playas caribeñas al mediodía, cuando el sol incendia desde lo más alto.
Asemeja a paz y a pasión y a suavidad.
Izuku está pensando. En cualquier cosa. Si alguien le preguntara cinco minutos después en qué, ya no recordaría exactamente en qué estaban enfocándose sus cavilaciones en ese momento. Lo único que podría determinar es que estaba mirando al cabello de arena de Kacchan mientras pensaba en lo que sea.
Tal vez pensaba en vacaciones. O en felicidad.
Cuando Katsuki se voltea para echarle una mirada aleatoria, sintiendo en la nuca el cosquilleo de su insistente atención, su expresión no tiene la ira volátil que es usual en ella.
De hecho, tiene una suerte de paz él también en la cara, esa misma paz de las playas caribeñas.
(Aunque ni uno ni otro se haya jamás acercado siquiera al Caribe).
Sus ojos rojos se encuentran con las pupilas boscosas de Izuku, e Izuku, por una vez, no le evita la mirada, sino que continúa viéndole. Como si fuese muy natural. Muy natural que ambos estén explorándose visualmente a mitad de la clase.
Izuku piensa en la playa. Katsuki piensa en como, a lo largo de los años, el sol ha espolvoreado a la piel de Izuku de más pecas de las que tenía de pequeño. Seguramente que hay toda una serie de paisajes sobre su piel.
No se dicen nada y más tarde Katsuki vuelve a voltearse para ver hacia la pizarra. Es Aizawa el que está dando la clase.
Y Aizawa claro que notó esas miradas compartidas, esa forma descarada en que dos de sus alumnos más problemáticos estaban ignorándole.
Pero no dijo nada.
Porque Aizawa sabe.
Claro que sabe.