Aleluya

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KyungSoo empuñó el bisturí e incidió la piel. Al otro lado de la mesa, el hombre lo observaba atentamente. La perra ocupaba toda la mesa de cirugía y sus ojos estaban dilatados por el efecto de la ketamina.

El hombre tomó una gasa de la mesa de Mayo y secó la sangre que brotó de los vasos superficiales. Se notaba que ya había estado antes en alguna clase de esas operaciones.

KyungSoo sudaba, pero no por el calor que emanaba de la lámpara tubular, sino porque el hombre acababa de amenazarlo de muerte si el animal fallecía. Ahora uno de los muchachos tenía el revólver y le apuntaba.

KyungSoo desgarró la aponeurosis de los músculos. Sus dedos temblaban.

-Con calma, doctor –advirtió el hombre–. Ya no hay prisa.

No, ya no la había. Era curioso ver qué tan fácil había desaparecido. Pensó en la excusa que daría: Lo siento, licenciado, no pude ir porque un campesino me puso un revólver enfrente y me pidió que le operara a una perrita. Iba a esbozar una sonrisa, pero temió que se la tomaran a mal.

Mientras indicía el peritoneo, miró de reojo a los dos jóvenes. KyungSoo les calculó entre dieciocho y veinte años. El que le apuntaba vestía con un overol manchado de estiércol. Era delgado pero fuerte, de facciones duras. Estaba sentado en un banco cerca de la cabeza de la perra y sin perder detalle. El otro muchacho sí que era exageradamente alto y flaco, como vara de bambú. Tenía el cabello largo y enredado y parecía que le hubieran succionado los músculos dejándole sólo la piel pegada a los huesos. Materialmente nadaba dentro de una camisa de pana a cuadros y un pantalón de mezclilla, y se mantenía de pie, inmóvil, con ojos hundidos y la vista perdida en la herida como si se pudiera ver más allá. Desde que entraron por la fuerza, ese muchacho no había dicho ni una sola palabra. Todavía el otro soltaba uno que otro monosílabo, pero él, nada.

Al cortar el peritoneo, lo primero que vio KyungSoo fue la superficie de la matriz totalmente destendida.

-Tengo que ampliar la herida o no podré sacar la matriz –afirmó, temiendo una respuesta agresiva.

El hombre maduro volteó hacia los jóvenes. KyungSoo se dió cuenta que tenían cierto aire de familia. Tal vez padre e hijos. El viejo atendió sobre todo al flaco. Este asintió.

-Hágalo –concedió el viejo.

KyungSoo cortó hasta dejar una herida de más de veinte centímetros. La matriz tal vez contenía diez o doce cachorros.

Extrajo con todo cuidado la matriz hasta donde los ligamentos se lo permitieron y la depositó sobre los campos. El contenido ocupaba el cuerpo de la matriz y parte de uno de los cuernos. El otro cuerno están vacío. KyungSoo acercó el cuerno ocupado sobre una charola que recibiría el contenido uterino.

El viejo intercambió una sonrisa cómplice con el del revólver. Él alzó la vista y rápidamente cambiaron de actitud. ¿Se estaban burlando de él o la sonrisa tenía que ver con el nacimiento de los cachorros?

Lo cierto era que el flaco no compartía esa actitud. Cambiaba ansioso el apoyo de un pie al otro y se estremecía como un perro asustado.

-Concéntrese en lo que hace, doctor –recriminó el viejo.

Él bajó la vista y apoyó el filo del bisturí en el tejido. Con un revólver enfrente lo mejor era obedecer. Cortó justo en la base de cuerno. Un líquido amarillento asomó por la abertura. KyungSoo temió que fuera pus.

-Eso no es normal, reverendo –murmuró el del revólver, y KyungSoo percibió por primera vez temor en él.

Pero eso no le sorprendió, sino cómo se había referido al viejo. ¿Reverendo, había dicho?

Maldito el Fruto de tu Vientre (ChanSoo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora