3.- Hay que encontrar a Patricia

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Cerró la maleta y se sentó en la cama a repasar mentalmente si se le olvidaba alguna cosa que fuera a necesitar durante su viaje. Un par de jeans, algunas camisetas, dos suéteres y su enorme abrigo relleno de plumas de ganso eran suficientes para el exterior. También guardó algo de ropa interior, su cepillo de dientes, su iPod recién cargado y unos libros para no aburrirse: Y no quedó ninguno, de Agatha Christie, y el primer libro de Harry Potter, que seguía siendo su favorito. Apagó su computadora y guardó su cargador. Dudó en llevarse la carpeta con toda la información que había conseguido acerca de la Leyenda del Malamor. Es un impulso la tomó y la metió en su maleta. Aunque estaba segura de que no iba a servirle para nada la escondió entre su ropa. Luego, fue hasta su escritorio, abrió un cajón, y sacó todo el dinero que tenía.

Una sensación de vértigo la obligó a sentarse en el borde de su cama. Nunca antes le había mentido a su madre. Era la primera vez, y estaba segura de que no iba a conseguir deshacerse del nudo de culpa que le atenazaba el estómago. Pero también sabía que sus razones eran de peso: la vida de su amiga estaba en juego. ¿Y si todo resultaba una broma de mal gusto? ¿Cómo iba a reaccionar si al llegar a su destino se encontraba con su amiga muerta de la risa, burlándose de su poca astucia para darse cuenta de que todo había sido una broma? La duda sólo duró un instante en el interior de su cabeza: la necesidad de saber qué había pasado con Patricia era tal, que alejó cualquier incertidumbre. La conocía demaciado bien como para estamparse en preguntas sin respuestas, aunque por lo visto, incluso, los amigos más cercanos esconden secretos y actitudes que no siempre se revelan. Sin embargo, una dolorosa puntada que le taladraba el cuerpo le indicaba que confiara en su intuición y se lanzara al viaje. Lamentó que Patricia nunca le hubiera hablado de su familia. Si hubiese tenido sus datos, podría llamar por el teléfono para contarles la situación y dejar que ellos se hicieran cargo de recorrer el país entero hasta dar con ella. Pero no era el caso: ellos eran sombras, imagenes deslavadas.

¿Cómo le iba a hacer para llegar a Almahue?

Nunca había viajado sola. La desesperación de Patricia la forzaba a ir más allá de lo que hubiera querido. Tenía que cruzar sus propias fronteras, vencer el miedo que le producía salir de la seguridad de su mundo y lanzarse a lo desconocido.

Un par de golpes la sacaron de su concentración.

La puerta se abrió dejando ver la cabeza de su madre.

-¿Estás lista? ¿Nos vamos? -preguntó.

Con la angustia atorada en la garganta, Ángela tomó su maleta, se colgó la mochila al hombro, agarró el abrigo y caminó hasta el auto. Su mamá iba a su lado recitando una interminable lista de peticiones que debía cumplir al pie de la letra. Si no lo hacía, ella misma iría a buscarla a Concepción para traerla de regreso.

-Y me llamas desde el autobús para saber que están bien. Y me llamas cuando lleguen a la terminal. Y después me llamas cuando ya esten en la casa de Patricia, para hablar con su mamá. ¿Me estas escuchando? -le preguntó con las manos fijas en el volante.

Ángela le respondió que sí a todo, pero su mente estaba en otra parte: estaba en Almahue, en la Patagonia, a más de 2000 kilómetros de su hogar en Santiago.

Era una locura lo que estaba haciendo. Una verdadera locura. Pero así como un día despertó y supo que ya era hora de quitar sus muñecas de la repisa de su dormitorio, ahora sabía que debía dejar atrás sus temores y cumplir lo que su obligación de amiga sometía a hacer.

Cuando descubrió que su madre buscaba estacionamiento para acompañarla a comprar el boleto y saludar a Patricia, Ángela abrió la puerta y tomó su maleta y mochila.

-No hace falta, mamá. Ya es tarde. Lo mejor que puedo hacer es irme sola, no te preocupes.

-Es que me gustaría hablar con Patricia, para explicarle que...

-Mamita, no tengo tiempo -la cortó Ángela-. Te quiero mucho. Y gracias...Gracias por confiar en mí.

Un beso en la mejilla fue la despedida de Ángela, que apenas escuchó cerrarse la puerta del vehículo se echó a correr hacia el interior del enorme edificio. Había visto en Internet que el autobús al sur salía a las diez de la noche, en punto. Tenía casi diez minutos para comprar el boleto, llegar al andén, subir al autobús, acomodarse en el asiento y dejar que la noche transcurriera sobre cuatro ruedas, hasta llegar a Puerto Montt, el lugar donde terminaba la carretera. Ahí tendría que encontrar la mejor manera para recorrer los más de 800 kilómetros que aún la separaban de Almahue.

No dejó que la angustia le echara a perder el inicio del viaje. Apretó con fuerza su abrigo en su mano y apuró sus pasos.

Iba a ir al encuentro de su amiga, costara lo que costara.

Y ésa no era la decisión de una adolecente: por primera vez en su vida, se sintió toda una mujer.

MALAMORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora