6.- Mitos, Leyendas.

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Luego de un día de navegación, el ferri evangelistas atracó en el muelle de Puerto Chacabuco. Durante el último tramo de recorrido, la mayoría de los pasajeros se encerró en el salón central a ver películas en DVD. Ángela decidió recorrer en navío de proa a popa, intentando apaciguar su creciente ansiedad. En el trayecto consiguió entablar dialogo con el capitán, un simpático y bonachón hombre que le enseñó algunos términos náuticos y la llevó a conocer la sala de máquinas. Pasó parte del tiempo viéndolo operar el enorme barco y comunicarse con tierra usando un aparato de radio trasmisión. Al poco rato ya estaba familiarizada con los "cambio", los "cambio y fuera" y el mecanismo para operar el trasmisor. Estuvo todo el día en cubierta, mirando el horizonte y viendo surgir el puerto del corazón de un espejismo reverberante. Varias casitas multicolores comenzaron a pintarse en la ribera, y el aleteo frenético de los pájaros se dejó sentir sobre su cabeza. La joven miró con cierta angustia las suaves lomás cubiertas de un pelaje verde parecido al terciopelo: se veían tan delicadas y apacibles; aunque para ella sólo representaban un obstáculo en su camino para encontrarse con Patricia. Ya había recorrido casi 1700 kilómetros, en tres días, y aun le quedaban muchas horas de viaje. Además, no había previsto que su desembarco en Puerto Chacabuco ocurriría después de la diez de la noche, lo que la obligaría a dormir en el lugar para retomar su camino cuando despuntara la mañana.

Mientras dejaba que sus ojos se perdieran en el espectáculo que la naturaleza ofrecía de los picachos nevados, las cascadas que se descolgaban como velos de novia desde lo alto de un peñasco y la vegetación tan desbordante como salvaje, volvió a escuchar las palabras del viejo "es el coo".

Luego del incidente de la lechuza, el hombre no había regresado a la habitación. Por un lado Ángela sintió alivio de no tener que meterse en su cama subiendo que ahí, a unos pocos pasos de distancia, dormían alguien a quien nunca puede verle la cara y que parecía saber más de lo debido.

"Es el coo", recordó una vez más y un estremecimiento le recorrió la espalda. "Supersticiones", se dijo. Como estudiante de Antropología conocía la influencia de los mitos y las leyendas en la vida cotidiana de las civilizaciones humanas, y por lo importante que eran para algunas personas. Y precisamente la zona donde se encontraba había recibido un importante influjo de chilote que aportó un inmenso caudal de creencias en brujos, demonios, aparecidos y fantasmas marinos que aterrorizaban a la población. Los seres mitológicos llamados la Pincoya, el Caleuche y el Trauco formaban parte de las conversaciones cotidianas de los habitantes de la región y para ellos era normal que una lechuza de enormes ojos amarillos y plumas grises fuera un espíritu maligno que presagiaba la muerte con su presencia. Esa reflexión casi tranquilizó a Ángela, que intentó quitarse de la cabeza la sensación que le dejó su encuentro con el misterioso acompañante. Durante algunas horas se dedicó a buscarlo entre los turistas que vagaban por el ferri pero no consiguió dar con su particular anatomía: con el cuerpo curvado hacia delante, con una prominente barriga y una notoria calva.

Las últimas horas de viaje transcurrieron con la desesperante ansiedad de una película en cámara lenta. Mientras la tripulación se preparaba para lanzar amarras y ultimaba los detalles para el descenso de los pasajeros, ella se paseaba de proa a proa, e intentaba calmar su apuro por bajar a tierra firme. Llamó un par de veces a su madre incluso le mandó algunos mensajes de texto para no seguir respondiendo sus preguntas.

Cuando sintió cómo la embarcación tocaba el puerto, lanzó su maleta, se acomodó la bufanda al cuello, se ató el cabello en una cola, colgó su mochila de un hombro y corrió para ser la primera en descender.

En el preciso instante que sus zapatos tocaron la pasarela metálica que desplegaron desde cubierta, el cielo tronó y dejó caer un aguacero que parecía anunciar el fin del mundo. Cortinas de agua le cerraban el paso a medida que intentaba avanzar por el muelle, en busca de algún alerón donde protegerse. El diluvio se extendió, esfumando el paisaje y borrando incluso el negro de la noche. El abrigo de pluma de ganso no fue suficiente para contener el agua y, de pronto, Ángela sintió que algunas gotas heladas empezaban a escurrir por su espalda.

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