10.- El árbol de la plaza.

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La desvencijada Van que anunciaba "Biblioteca Móvil" en uno de sus costados entró al pueblo que, a esta hora del día, parecía desierto. Las calles de Almahuae seguían la ruta del brazo del mar: ahí, rindiéndole culto al fiordo patagónico, vivían un poco más de doscientos habitantes que le daban la espalda a los cerros de tupida vegetación.

Desde su asiento, Ángela vio un puñado de casas de madera reblandecida por el agua. Algunas estaban cubiertas de musgo y de enredaderas, otras levantaban sus techos en torreones, como buscando desprender trozos del cielo que inexorablemente estaba a punto de partirse para derramar su contenido. También apreciaron las inmóviles y coloridas barcas que reposaban como una idílica postal. Hasta el agua estaba quieta, idéntica a la superficie de una noria que reflejaba la silueta de las montañas nevadas. Nada de olas, ni viento. Sin embargo, el frio se adivinaba en cada una de las piedras azuladas, en el brillo acerado de los charcos que marcaban la ruta, en el vaho que salía de los hocicos de un puñado de ovejas que campeaban el día en busca de alimento.

Carlos apagó el motor. El estruendo de la carrocería se terminó al girar la llave y permitió que se escuchara el quejido de las bisagras cuando las puertas se abrieron. Ángela reviso la pantalla de su iPhone y con angustia comprobó lo que le había dicho: No signal. ¿Qué haría para comunicarse con su madre? Con un suspiro de desaliento saltó hasta el exterior y sus pies se hundieron en una poza color café claro que le llegó hasta los tobillos. Agradeció por llevar botas impermeables y se prometió poner más atención cada vez que diera un paso. Sacudió las piernas y se limpio el fango frotando su calzado contra una verja que orillaba el camino. Cuando abrió la boca para hablar, una gélida corriente de aire le congeló la lengua y las fosas nasales. El bibliotecario sonrió, divertido: ésa era la primera reacción que sufrían los forasteros al llegar al pueblo.

-¿Y dónde está todo el mundo? -preguntó Ángela al conseguir revivir del frio sus músculos faciales.

Al momento en que Carlos iba a responderle que no lo sabía, sus ojos se abrieron para dar cuenta de su gran desmemoria.

-¡Cómo lo pude olvidar! -exclamó-. Hoy es el día de la quema de la
bruja.

Acostumbrada a que su acompañante nunca contestara sus preguntas, Ángela no tuvo más remedio que echarse a correr tras el hombre que avanzaba con grandes pasos hacia uno de los montes que encajonaban el pueblo.

Recorrió las solitarias calles de tierra y alcanzó a divisar una tienda de abarrotes, una panadería, una oficina de correos. Todas estaban cerradas y sin clientes. Atravesó lo que supuso era una desolada cancha de futbol, con sus precarias graderías de madera y un marcador de goles cuyos números debían ser cambiados a mano con la ayuda de una larga escalera.

Bordeó lo que conjeturó era la plaza central: un cuadrado de cemento con algunas bancas y cuatro barandales de hierro forjado, curtidos por la lluvia y el frío, que se asentaban en torno a un imponerte árbol que Ángela no pudo identificar. Su tronco era tan ancho como la imposible ronda de veinte hombres. Las raíces, en su gran mayoría a vista, levantaban parte del pavimento de la plaza y se enterraban en la tierra como tentáculos para sostener el coloso y su descomunal ramaje. Lo que más la impresionó fue que -a pesar de su porte y lo extraordinario que parecía a claro que le llegó hasta los tobillos. Agradeció por llevar botas impermeables y se prometió poner más atención cada vez que diera un paso. Sacudió las piernas y se limpio el fango frotando su calzado contra una verja que orillaba el camino. Cuando abrió la boca para hablar, una gélida corriente de aire le congeló la lengua y las fosas nasales. El bibliotecario sonrió, divertido: ésa era la primera reacción que sufrían los forasteros al llegar al pueblo.
-¿Y dónde está todo el mundo? -preguntó Ángela al conseguir revivir del frio sus músculos faciales.
Al momento en que Carlos iba a responderle que no lo sabía, sus ojos se abrieron para dar cuenta de su gran desmemoria.
-¡Cómo lo pude olvidar! -exclamó-. Hoy es el día de la quema de la
bruja.
Acostumbrada a que su acompañante nunca contestara sus preguntas, Ángela no tuvo más remedio que echarse a correr tras el hombre que avanzaba con grandes pasos hacia uno de los montes que encajonaban el pueblo.
Recorrió las solitarias calles de tierra y alcanzó a divisar una tienda de abarrotes, una panadería, una oficina de correos. Todas estaban cerradas y sin clientes. Atravesó lo que supuso era una desolada cancha de futbol, con sus precarias graderías de madera y un marcador de goles cuyos números debían ser cambiados a mano con la ayuda de una larga escalera.

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