7.- Un libro inesperado.

287 6 0
                                    

A las seis en punto, Ángela despertó al escuchar tres golpes en la puerta. Ésa era la señal de Carlos Ule para que se levantara, se metiera a bañar y se vistiera en media hora. A las siete tenían que estar en la Van. Si las condiciones estaban de su lado, llegarían a Coyhalque cerca de las ocho y media; ahí harían una pausa, para luego seguir por un sinuoso camino de tierra hasta Almahue. Ángela pensó que el esposo de Viviana era uno de los hombres más trabajadores que había conocido. Además, era un privilegiado al amar de ese modo su profesión. "Esposo, otra palabra que comenzaba con esp-", reflexionó.

La noche anterior, antes de caer rendida, llamó a su madre. La escuchó haciéndole mil preguntas, mientras la oía lavar algunos platos y prepararse un café. La tranquilizó diciéndole que estaba con Patricia en un concurrido restaurante de Concepción. La mujer se alegró mucho y le mandó saludos a su amiga.

A Ángela se le hizo un nudo en la garganta: odiaba mentir; además, el hecho de desconocer el paradero y el estado de Patricia sólo aumentaba su angustia y temor. Tuvo el deseo de desandar el camino, de correr de regreso hasta su casa, abrazar a su madre y quedarse en sus brazos el resto de su vida con la certeza de que nada malo le pasaría mientras ella estuviera ahí, a su lado, protegiéndola como cuando tenía siete años y empezaba a aprender a andar en bicicleta. Antes de apagar la luz de la mesita de noche -una encantadora lámpara de madera coronada por una antigua pantalla de encajes-, decidió hacer un último intento. Marcó el número de Patricia y esperó unos segundos. Cuando comenzó a escuchar la grabación de siempre, cortó la llamada. No podría dormirse con esas palabras de horror resonando en su cabeza.

Ángela entró a la sala a las siete en punto, cargando su maleta y mochila y completamente lista para el viaje. Encontró a Viviana guardando algunos sándwiches en una canasta; también había llenado un termo con café y acomodado algunos envases con un poco de arroz, carne y sopa que su marido y ella podrían calentar en un microondas que alguien les prestara. Viviana le preguntó si quería hacer alguna llamada telefónica antes de subirse a la Van. Ángela le dio las gracias y le explicó que no era necesario mientras le mostraba su iPhone.

Carlos no pudo contener una carcajada de burla.

-¿Tienes idea de adónde vamos? -inquirió el profesor-.

Almahue está metido en un hoyo, rodeado por una altísima cordilla. Allá no llega la señal para los celulares.

-¿Pero habrá Internet? −preguntó Ángela tratando de que su pregunta sonara a afirmación.

Carlos volvió a sonreír mientras se ponía un grueso abrigo de tela impermeable.

-No. No hay Internet. Sólo hay un teléfono público que, según me contaron, hace algún tiempo se echó a perder después de una intensa nevada.

-¿Y cómo se comunican? -se sorprendió Ángela que de inmediato supo que iba a tener un grave problema con su madre.

-Tengo entendido que hay uno o dos radioaficionados, que en caso de emergencia transmiten por un aparato de onda corta más viejo que mi bisabuela. Y eso es todo.

Antes el estupor de la forastera, que se quedó mirando desolada su moderno y próximamente inútil aparato, el dueño de la casa se apuró en aclarar las cosas.

-Cuando entres a Almahue, vas a retroceder cincuenta... no, cien años en el tiempo. ¿Te sientes preparada para viajar hasta allá? -dijo el hombre acercándose a su esposa para despedirse.

El bibliotecario puso el canasto con víveres en la parte trasera de la Van, firmemente sujeto contra uno de los anaqueles con libros, y después se dirigió al volante. Luego de pagarle el alojamiento. Ángela se acomodó a su lado, y desde ahí le hicieron señas de adiós a Viviana que pronto desapareció al ser engullida por la exuberante vegetación que rodeaba la casa. Los gigantescos árboles de tepa formaban un espeso muro hecho de troncos cubiertos de musgo. El camino que descendía la cuesta rumbo a la carretera se abría paso entre variados tonos de verdes, aún húmedos y reverberantes por la lluvia nocturna. Durante algunos minutos reinó el silencio al interior del vehículo. Luego, sin razón aparente, Carlos preguntó haciéndose oír por encima del escándalo del motor:

-¿Y qué vas hacer al fin del mundo?

Ángela dudó unos momentos en contestar. No quería exponerse una vez más a una desconcertante respuesta como la del viejo del ferri. Por eso sopesó sus alternativas y dijo:

-Estoy haciendo una investigación sobre la Leyenda del Malamor.

No hubo réplica por parte del conductor. Sólo se escuchó el chirrido del pavimento bajo los neumáticos, y el lejano susurro del viento despeinando la copa de los árboles patagónicos.

-¿Has oído hablar de ese mito? -insistió la joven.

-Claro que sí -masculló Carlos peinándose el bigote con una mano, asumiendo la caricaturesca imagen de un profesor relamido-. Y no es un mito.

-Bueno, entonces es un cuento... -contestó Ángela.

El hombre apretó las manos sobre el volante. Sus nudillos se marcaron en la tensa piel enrojecida por el frío y el trabajo.

-¿Conoces la diferencia entre un mito y una leyenda? -preguntó con su mejor voz.

Ángela iba a responder que sí, que era una estudiante de Antropología, pero antes de que tuviera tiempo de abrir la boca, el bibliotecario se lanzó a explicarle que un mito es un relato de acontecimientos imaginarios o maravillosos, habitualmente protagonizados por seres sobrenaturales o extraordinarios. Y, levantando con entusiasmo un dedo que chocó en el techo del vehículo, siguió declamando que una leyenda era una narración oral o escrita, con una mayor o menor proporción de elementos fantasiosos, y que está ligada en su origen a un hecho de la realidad.

La muchacha se quedó en silencio: ¿qué quería decirle Carlos con esa explicación? ¿Qué la historia del pueblo maldito por una bruja cascarrabias era cierta?

-Claro que es cierta -dijo el hombre luego de que ella le hiciera la pregunta-. Y la bruja, como tú le dices, se llamaba Rayén.

Ángela permaneció en silencio, la vista fija en la interminable carretera que se desenrollaba frente a ellos.

Ese nombre era un dato de valor incalculable. Durante los meses que estuvo estudiando y leyendo los textos de Benedicto Mohr, jamás consiguió averiguar nada sobre la responsable del hechizo. La información que tenía a su alcance era escasa y los textos del explorador sólo eran fotocopias de algunos pasajes de su diario. Con esos pobres datos apenas había sido capaz de reconstruir una parte de la historia del pueblo. Pero la revelación que Carlos le ofrecía le daba un nuevo punto de partida: tuvo la sensación de no saber absolutamente nada de sobre la leyenda que, de pronto, se había convertido en una realidad. Sintió el impulso de tomar su celular y llamar a Patricia para contarle su descubrimiento, pero su rostro se ensombreció al recordar que no podía hacerlo.

-Ve a la parte trasera de la Van -pidió el Carlos.

Sin preguntar para qué, Ángela se deslizó entre los dos asientos del vehículo y se coló hacia la sección de los anaqueles. Los libros daban pequeños saltitos en las repisas, bailaban al ritmo de las ruedas de aquella biblioteca ambulante. Desde el asiento del conductor, el profesor la iba guiando: "No, en la otra fila, más arriba, ahí, el que tiene el lomo color verde". Así siguió hasta que consiguió que los dedos de Ángela tomaran el volumen que quería. La joven leyó el título: Rayén.

El autor era Benedicto Mohr.

-Mohr desapareció misteriosamente luego de publicarlo -dijo Carlos Ule como si estuviera contando un secreto-. Nadie lo volvió a ver y su cuerpo nunca apareció.

La joven revisó el antiguo volumen: casi tenía doscientas páginas. Tal vez - si le daban un par de horas o quizá una noche entera- conseguiría leerlo para devolverlo a tiempo a su lugar en la repisa.

-Te lo regalo -dijo el profesor peinándose el bigote-. Eres la primera que demuestra interés en él. Hasta ahora, nadie había querido leerlo.

MALAMORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora