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Pasó casi una semana desde los últimos mensajes que intercambié con Martín, desde ahí, no volvimos a cruzar palabra, y por suerte, no supe nada más de él. Me duele un poco por el peso que siempre tuvo en mi vida, pero esto es lo más parecido a la normalidad que puedo conseguir. Por supuesto que la tranquilidad no dura para siempre, los padres de Martín le están organizando un cumpleaños sorpresa a mi mamá, y mañana salimos los tres juntos para el pueblo. Es un viaje largo, vamos a estar desde mañana jueves hasta el domingo, y no puedo evitar que se me pongan un poco los pelos de punta. Amo a mis viejos, todo lo que soy se los debo a ellos, pero no dejan de ser bastante intensos, casi en igual medida que los padres de Martín, y considerando la tensión que estamos teniendo nosotros, no creo que sea muy fácil de llevar.

Tengo que cubrir un último evento hoy antes de prepararme para salir y cargar todo a la web, no es tanto trabajo, pero fueron unos días de locos y estoy agotada. Cuando salgo del salón cultural con mi cámara llena de fotos y el grabador a pleno, me siento satisfecha. Amar tu trabajo hace que a pesar de que estés cansada, abatida, y quizá un poco triste, la vida brille igual. Y el brillo se hace mucho más intenso cuando después de un montón de días pude volver a encontrarme con mis amigas. Carla estaba realmente entusiasmada con la idea de mis mini vacaciones en el pueblo, Lucía, en cambio, estaba preocupada. Lo genial de tener amigas tan diferentes entre sí es que puedo obtener una doble opinión de todo.

Mi departamento es un caos cuando llego. Tengo ropa tirada por todos lados y una valija gigante a medio armar. Tengo que llevarme la computadora porque tengo un montón de trabajo atrasado y el regalo para mí vieja ocupa demasiado lugar. Es un cuadro gigante con una foto familiar de hace 22 años. Mis viejos eran jóvenes, y se miraban con esa chispa que incluso sale fotografiada. Ian y yo éramos chiquitos, Estábamos sentados en el pasto con nuestros padres atrás. Ian me abrazaba y yo le sacaba la lengua. Es una foto preciosa y la hice gigantografía. Mi vieja se va a morir de contenta cuando la vea.

Me despierto acalambrada cuando suena la alarma. Me estiro un poco para agarrar mi teléfono y apagarla, y me doy cuenta que estoy durmiendo con toda la ropa puesta, y desparramada sobre el caos que es mí cama. La valija está abierta, le faltan un par de cosas y la idea me despierta de golpe.

El viaje. Mierda.

Me levanto y cierro la valija como está, supongo que tiene suficientes cosas como para sobrevivir a un fin de semana y corro a darme la ducha más rápida de mi vida. Me pongo una pollera de jean abotonada al frente y una remera blanca clásica. Las sandalias bajas rosas me parecen una buena opción para viajar y me acomodo el pelo con un pañuelo rojo anudado arriba de la cabeza. Tengo un aspecto clásico y llamativo al mismo tiempo. Le sonrío un poco al espejo y me tomo dos tragos apresurados de café antes de que el portero me avise que mi hermano está abajo. Una gran bocanada de aire no es suficiente para estar preparada para los días que me esperan, pero no tengo muchas opciones.

Cuando llego abajo, Ian me saluda con un abrazo entusiasta y le devuelvo el saludo con cara de pocos amigos.

-Explicame por qué no vamos en tu auto. – digo haciendo un puchero. Odio los colectivos de larga distancia.

-Porque me olvidé de renovar el carnet, y a menos que quieras que tengamos problemas con la policía en el camino, un colectivo es la mejor opción que tenemos.

Se me escapa un bufido porque no puedo creer que mi hermano, con toda su seriedad de señor importante, de verdad se haya olvidado de eso.

El taxi está en la vereda de en frente. Ian me ayuda a cargar mi valija en el porta equipaje del auto, que me sorprende estando vació.

- ¿Dónde están sus cosas? – pregunto

-En el baúl. Un bolso mediano y una mochila de viaje. Nos vamos cuatro días, Maca. ¿Qué mierda tenes acá? – pregunta haciendo fuerza para encastrar la valija.

-Un montón de cosas que necesito. – pongo los ojos en blanco y abro la puerta de atrás del auto.

-Hola, Maca – Martín está sentado sobre la ventanilla contraria. No me mira cuando saluda y me siento lo más lejos que el asiento trasero me permite.

-Hola – digo a secas y presiento la tensión otra vez. Está en el aire y es tan intensa que por un momento creo que me falta el aire.

Mi hermano le explica al chofer a donde vamos, y minutos después estamos en la terminal, sentados en un colectivo grande, para mi desgracia, en el piso superior. Ya siento el primer apretón en el estómago, pero respiro profundamente para calmarme. Odio viajar. Odio los colectivos, odio la ruta, y odio a mi compañero de asiento. Es un hombre de unos cincuenta años, que incluso aunque todavía no haya arrancado el micro, ya tiene abierto un paquete de Cheetos que va directo a revolverme un poco más el estómago.

Ian y Martín se sentaron juntos, supongo que habrán usado sus armas de chicos lindos para que la chica de la boletería les de sus asientos juntos, como niños caprichosos que son.

El colectivo sale de su estacionamiento y para cuando al fin salimos de la ciudad, el sol pega en la ventanilla y mi compañero ya ronca como si tuviera, literal, algo atragantado en la garganta.

Se que pierdo el color a los veinte minutos, cuando mi estómago da el primer vuelco y uso toda mi fuerza para concentrarme en no perder el control. Estiro los dedos de las manos y miro el techo. "calmate", me digo mientras me trago un puñado de nervios y la descompostura avanza sobre mi cuerpo.

-Señor -Me sobresalto cuando la voz de Martín sacude a mi acompañante, que abre perezosamente los ojos – ¿Podría cambiarme el lugar?

En este momento estaría negándome con mi peor cara de perra, pero el estado en el que estoy sumergida no me lo permite. Estoy segura de que, si abro la boca para decir algo, podría vaciar la totalidad de mi estómago en las piernas de mi vecino de asiento.

- ¿Por qué haría tal cosa? – El hombre le frunce el ceño a Martín, y él me mira, claramente preocupado.

- Porque le patearía el culo si no me deja sentarme al lado de mi amiga, que se siente mal. – el hombre me mira primero a mí y después le devuelve a Martín una mirada inexpresiva, ofendido o enojado, no responde ni se mueve de su lugar. – Y porque si no se mueve, ella podría vomitar en su ropa a más tardar en 3 minutos.

El hombre se levantó como un rayo, y sino estuviese tan mal, me reiría. Martín ocupó rápidamente su lugar y se estiró hasta mí para desabrocharme el cinturón de seguridad. Su perfume me revolvió otro poco el estómago.

-Que perfume de mierda – digo haciendo una mueca y siento como todo se mueve dentro de mí después de hablar.

-Tu primera opinión de mi perfume fue diferente – me lanza su primera sonrisa socarrona en días y me tiende una botella de agua y una pastillita rosa que me trago enseguida. – No sé qué harías sin mí – se ríe y se acomoda en el asiento a mi lado.

En este momento lo quiero tanto que lo odio, si es eso posible. Después de unos minutos que parecen una eternidad, la mediación hace un efecto que me convierte en una mujer completamente feliz, barriendo la descompostura por completo.

-Me olvidé de comprarla – digo como si tuviese que disculparme porque yo no tengo mi habitual mediación para viajar, y él, que no tiene porqué, si la tiene.

-Estoy seguro de que no te entraba en la valija – se ríe y le devuelvo una pequeña y tímida sonrisa, porque de repente me siento chiquita, devuelta en el tiempo atrás, como cuando de verdad Martín era como otro hermano para mí y me llevaba a caballito corriendo por la plaza mientras Ian nos perseguía con su pistola de agua, gritando como un verdadero guerrillero persiguiendo a su víctima. Será que nos estamos acercando al pueblo, o que estamos los tres juntos. Pero la paz que me invade me lleva a un sueño profundo y relajado que no me deja ver la mirada que Martín tiene encima de mí mientras duermo, o la sonrisa sincera que mi hermano le lanza desde su asiento.

Y allá vamos, directos y confiados a un fin de semana que va a cambiarnos la vida a todos.

Hasta Que Te VíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora