Fueron alrededor de cinco horas de viaje, demasiadas para mi gusto. A veces, cuando soy consiente de la distancia que me separa de mi pueblo natal, me pregunto cómo es que fuimos a parar a una ciudad en otra provincia. Lo que estudiamos podríamos haberlo hecho tranquilamente en nuestro lugar, pero el sentimiento de aventura de mi hermano lo impulsó a viajar e instalarse en un lugar desconocido. Por aquellas épocas él ya estaba por recibirse y tuvo que hacer un montón de trámites para cambiar de facultad y no perder equivalencias, yo en cambio, estaba recién arrancando, y el cambio fue lo mejor que me pasó. En Bahía descubrí un mundo de posibilidades a mi medida y un grupo de amigos irremplazable. Me desperezo y miro con tanta esperanza hacia afuera que Martín me mira y me sonríe.
-Nada como volver a casa – me dice y los dos nos quedamos viendo como los arboles de la entrada al pueblo corren y desaparece y volvemos a sonreír otra vez cuando el cartel gigante de la entrada nos regocija con la comodidad del hogar. "Bienvenidos a Villa El Condor". Tengo que tragarme el nudo de emoción porque soy adulta, pero se me mezcla la añoranza y la paz de estar en casa con la emoción de volver a ver mis viejos. Hace más de un año que no venimos, en vacaciones de invierno nos visitaron ellos, pero no es lo mismo.
La casa de mis viejos está igual que la última vez. No hay nadie cuando entramos, pero la puerta de atrás está abierta, como siempre. Ian deja su bolso sobre la barra de la cocina y camina a los gritos llamando a mamá y a papá, que no aparecen. Martín se ve tan ansioso que me da risa, está desesperado por correr a su casa, pero no hace falta. El primer grito lo lanza mi vieja y corre a abrazarnos tan rápido que casi no se nota que cumple 60 años. Mi viejo se demora en mi abrazo. Siempre fui la nena de papá y no tengo planes de dejar de serlo a pesar de mis casi 30 años. La mamá de Martín viene con ellos, son vecinos. De hecho, fuimos vecinos toda la vida.
Nos toma más de media hora saludarnos, abrazarnos y volver a la normalidad. O casi.
- ¿Cómo no me van a avisar que venían? No compre nada para almorzar – Mi madre no tarda en tener su primer drama y todos nos reímos, pero vuelve a la carga enseguida – Necesito hacer compras antes de que cierre todo. Ay, no puede ser, no puede ser – Cuando mi viejo pone los ojos en blanco todos volvemos a reírnos. Claramente Ian heredó ese gesto de él.
-Margarita, no te alteres – interviene – vamos a comprar y hacemos un asado para festejar que los chicos están acá. Matilda – le dice a la mamá de Martín – anda a buscar a Raul, vamos a comer todos juntos acá para celebrar.
Es tan lindo el ambiente, la alegría y la cercanía con mi gente, que casi no me doy cuenta cuando me quedo sola. Mis viejos se fueron con Ian a comprar todo lo que necesitamos, y Raúl y Matilda fueron derecho al patio con Martín, para empezar a prender el fuego para el asado. Me permito recorrer la casa con la mirada y dejar que me invadan los recuerdos. Recuerdos de todos nosotros siendo felices, queriéndonos, acompañándonos y recuperándonos de cada mal rato. Camino con mi valija por el pasillo y empujo lentamente la puerta de mi habitación, temiendo encontrarme con un cuarto de invitados, o un depósito. Sonrío cuando entro y encuentro todo tal cual como estaba la última vez. Mi cama con el acolchado violeta y los almohadones rosas, con toda la pared llena de posters de bandas pop que ahora odio. Me senté sobre mi cama y miré el espejo en la puerta del ropero y el escritorio vació. El calorcito de la seguridad y la protección de mi propio santuario se me instaló en el cuerpo y me sentí tan a gusto que no me sobresaltó cuando la puerta se abrió un poco.
- ¿Puedo? – Martín asomaba la cabeza por la puerta con un gesto de incógnita.
Le respondí con un asentimiento y se sentó a mi lado en la cama. Los dos estábamos con las manos a los costados, apoyados en el mullido colchón.
- ¿Extrañas? – La pregunta no me sorprendió.
-Solo cuando vengo – sonrío en respuesta.
- Acá todo es más fácil – se encoje de hombros mientras revisa la habitación con la mirada – es como si el tiempo no hubiese pasado.
-Quién iba a decir que ahora somos adultos – me río.
Nos quedamos en un silencio cómodo mientras disfrutábamos de la repentina tranquilidad, hasta que la tensión volvió. La paz no dura para siempre.
-Mariposa – dice de repente mirando una foto colgada en mi escritorio. Tiene de vuelta una media sonrisa. Largo una carcajada que deben haber escuchado hasta los vecinos. Los otros, claro.
-No, por favor – me defiendo – nunca entendí porque me decías así. – miro la foto que él está viendo. Estoy con Ian y Martín, en la costa, con uno abrazándome de cada lado.
-Siempre me gustaron las mariposas – lanza como si nada, encogiéndose de hombros. -me refiero a toda la metáfora de la oruga y eso – se ríe un poco cuando me mira, y juraría que está sonrojado. Levanto las cejas y lo dejo que continúe – Eras tan insegura... necesitabas que te cuiden todo el tiempo, que te digan que estabas bien, que tal cosa te quedaba linda, o que no importaba lo que los demás te dijeran. Nos diste trabajo.
Se me encoje un poco el corazón. Sufrí mucho cuando era chica a causa de mis inseguridades y la crueldad de la mayoría de los chicos de mi edad. Recuerdo cómo siempre Ian y Martín se encargaban de patear los culos que hagan falta con tal de defenderme.
-Y ahora sos tan independiente y estás tan segura de vos misma que no necesitas que nadie más te cuide. Supongo que estaba equivocado. Antes eras la oruga, ahora sos la mariposa.
No podría explicar el repentino tamborileo en mi pecho. No estoy segura de que antes me hayan dicho algo tan lindo y estoy segura de que la incomodidad se me nota en la cara, porque Martín me sonríe y mira para otro lado.
-¿Estar en casa te pone melancólico? – le digo riéndome para aflojar la tensión.
-Un poco – se ríe también. – supongo que igual me gusta como están las cosas ahora.
No puedo evitar la indirecta, me llega justo a donde tiene que llegar, pero la salteo como las mejores.
-Yo supongo que nos va bien, pero siempre da un poco de nostalgia la infancia y todas esas cosas – me encojo de hombros para sacarle importancia.
-Mariposa – apenas es un susurro cargado de emociones, pero niego con la cabeza ante la mención de ese estúpido apodo que odié toda mi vida. No está lejos, y no me molesta cuando se acerca. Lo conozco tanto que incluso cuando parece que va a besarme, sé que no va a hacerlo. – Este va a ser un fin de semana difícil – dice con la frente apoyada en la mía. Tiene una mano en mi cama con la que se sostiene, y la otra en mi nuca. Cierro los ojos para no dejar que las sensaciones me invadan.
-Estoy segura de que sí – me sincero, con el cuerpo rebelándose a este contacto tan íntimo que ni puedo ni quiero evitar.
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Hasta Que Te Ví
RomanceUna noche de copas de más. Una Macarena que se deja llevar. Una vida de promesas tirada a la basura. Un viaje que lo cambia todo. ¿Puede la tristeza que anida en un corazón desde hace años convertirse en algo más? Una novela sobre amor y amistad.