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"No. No puede ser otra vez" pienso mientras el cuerpo no me responde. Estoy parada frente a Martín, y acabo de besarlo. Fue la música, estoy segura. Fue la canción y seguramente el sentimiento de hogar. Fueron los recuerdos y la colonia que tiene puesta hoy. Un poco fue porque la forma en la que sostenía la guitarra y cerraba los ojos mientras cantaba la canción me movió la fibra cursi que tengo. No sé que fue, pero perdí los estribos demasiado rápido, y el demasiado rápido pasó en cuestión de segundos a ser demasiado tarde. Martín tenía las manos en mi cintura y me aferraba con fuerza, pero estaba distante. Sin embargo, no me frenó. No me dijo que paráramos porque esto está mal ni me preguntó que estaba haciendo. Simplemente se dejó besar, pero no profundizó ese beso y de repente me sentí cohibida. Porque otra vez estaba haciendo las cosas mal y porque acabada de lanzarme a la boca del lobo, o, mejor dicho, del mejor amigo de mi hermano.

Me separé de él con el corazón en un puño. No solo arrepentida sino con el orgullo herido por su falta de respuesta. ¿Qué estaba pensando? ¿Qué quería? Es Martín, y esto es una mierda.

Su mirada me abraza en cuanto separo mis labios de los suyos. Tiene las pupilas dilatadas y sus ojos están cargados de algo que no puedo descifrar. Me encojo un poco en mi interior y me siento terrible, pero no puedo apartar la mirada de la suya. A pesar de que terminé el beso, Martín continúa con las manos en mi cintura y la expectativa comienza a marearme. Cuando deja caer sus manos, salgo despavorida. Prácticamente corro hasta mi casa y no me doy cuenta de lo mal que me siento hasta que tengo que forzarme para contener las lágrimas. Que idiota. No soy una adolescente, soy una mujer adulta y responsable, que no busca complicaciones y que vive al día. Todas las estupideces que hice y que pasaron en este último tiempo se agolpan en la rejilla que retiene las lágrimas, amenazando con dejarlo salir todo, pero no pienso permitírmelo. Me tiro en mi cama y ahogo la frustración en la almohada, con los pensamientos arremolinados y una inminente tristeza que no sé de dónde viene. Me late el corazón con furia, supongo que por todas estas sensaciones que me invaden, y me permito diez segundos para autoflagelarme por mi actitud y repasar lo que pasó en los últimos 20 minutos.

El ambiente era ideal, no me culpo por haberme dejado llevar después de lo que pasó entre nosotros. Martín está bueno, muy, y además lo quiero mucho por todo lo que significa para mí y para mi familia. Los recuerdos me movieron la cabeza para todos lados, la nostalgia entró y de repente sentí no solo la tensión sexual que nos acompaña últimamente, sino también una conexión que se me metió tanto bajo la piel, que ni siquiera sabía lo que hacía cuando me abalancé sobre él. Venimos histeriqueando, a pesar de que los dos sabemos que está mal, a estas alturas creo que es algo que nos sale natural, y envuelta en el momento y con todas las insinuaciones que Martín me hizo esta semana, nunca me hubiera esperado su falta de respuesta. Quiero abofetearme a mí misma, porque además de frustración, ahora también tengo mucha vergüenza.

Son las tres de la mañana cuando me levanto a abrir la heladera. No puedo dormir, la cabeza no para de darme vueltas y la ansiedad va en aumento acorde pasan las horas. Tengo una sensación rara, quiero morirme y además quiero ir a gritarle cuatro cosas a Martín, a pesar de que el pobre no hizo nada.

Nada en la heladera me llama la atención, así que me tomo un vaso de agua y me quedo unos minutos apoyada en la mesada. Lejos de mi cama, los pensamientos se calman, y puedo tomarme unos minutos para simplemente relajarme y no pensar en nada. Estoy agotada.

Me sobresalto cuando la puerta del patio, la que siempre queda abierta, se abre despacio haciendo un chirrido, que, si bien no suena fuerte, me pega un susto de mil demonios. Martín asoma un poco la cabeza e intenta ver algo en la oscuridad. Me quedo inmóvil mirándolo, esperando pasar desapercibida en la penumbra, pero muerta de vergüenza. Que no me vea, que no me vea.

Cierra la puerta con otro leve chirrido y se queda parado en su lugar, acoplándose a la oscuridad. Mierda.

- ¿No podés dormir? – se acerca a mí. Mierda, mierda, mierda. Me vio, y se está acercando. Demasiado.

No me sale la voz, porque toda la valentía de hace unas horas se esfumó por completo. Ahora estoy aterrada. Martín se para frente a mí, levanta una mano hacia mi cara, pero la deja caer antes de hacer contacto. Trago un nudo de emociones demasiado grande para mi gusto.

-Qué haces acá? Son las tres de la mañana – pregunto, evitando que mi voz delate mis nervios.

-No podía dormir, pensé que quizá Ian estaba despierto. -miente, lo sé.

Y ahí está de vuelta, la tensión se extiende en el aire y me golpea tan fuerte que me muerdo el interior de la mejilla para no saltar sobre él otra vez. Maldigo en silencio, porque no entiendo qué es exactamente lo que me impulsa hacia él, lo que me incita, cuando sé de ante mano que Martín y yo no podemos ser nada más que amigos o esa especie de hermanos del corazón a la que nos acostumbramos. Su actitud cuando lo besé vuelve para confundirme, porque nada tiene que ver con la mirada que me lanza ahora. Sus ojos están cargados de algo que, otra vez, no puedo descifrar, pero que hace que me tiemblen un poco las piernas.

- ¿No podés dormir por la tormenta? – Me pregunta, y asiento. Ni siquiera me había dado cuenta de que había tormenta, estaba demasiado absorta en mis problemas. – vení. – dice sin más y tira de mi mano y me lleva por el pasillo.

El corazón me da varios vuelcos en el camino mientras su mano aprieta la mía y me dirige hasta mi habitación. No hacemos ruido, la puerta está abierta y Martín la cierra después de que entremos los dos. No prende la luz, pero a pesar de la oscuridad más profunda de mi habitación, sé lo que está haciendo incluso sin ver. Se está desvistiendo.

- ¿Qué estás haciendo? – pregunto con la sangre hirviendo en mis venas

-No voy a dormir vestido, dice como tal cosa y, después de volver a tomarme la mano, tira de mí hasta la cama.

-No te invité a dormir – digo entre dientes, tan preocupada como sorprendida y todo lo que pasó desde que se me ocurrió ir a su casa se me agolpa en el pecho. Puedo percibir su sonrisa en la oscuridad cuando después del tirón, caigo de rodillas en mi cama. El ya está muy acomodado del lado de la pared. – Martín... - mi voz es un susurro cuando pronuncio su nombre.

-Tranquila – se ríe – solo vamos a dormir, y a olvidarnos un poco de la tormenta.

Todas las malas palabras que sé se me agrupan en la punta de la lengua y me las trago cuando prácticamente me envuelve con su cuerpo de una manera tan protectora que me nubla la mente. Le tengo terror a las tormentas de verano desde que, cuando era chica, un tornado voló el techo del garaje de casa y todo fue desesperación. Cuando decidí irme a vivir sola, sabía que no iba a ser fácil sobrellevar sola las tormentas, pero aprendí a sobrevivir con auriculares de alta potencia y mi música favorita. Hoy, ni siquiera había pensado en la tormenta, y ahora, con un brazo de Martín bajo mi cabeza y el otro abrazándome por la cintura, no puedo pensar en nada, ni siquiera en los truenos y el golpeteo del viento en la casa. Tiene la totalidad de su cuerpo pegado al mío, mi espalda apoyada en su pecho y el suave aliento que exhala acariciándome la nuca. Prácticamente pierdo el conocimiento, la única capa de ropa que nos separa (la mía) es lo único que logra tranquilizarme mientras me sumerjo demasiado rápido en un sueño profundo y relajado, reconociendo que Martín me conoce demasiado. El último pensamiento que tengo es un recuerdo, otro puto recuerdo, y después todo desaparece.

Hasta Que Te VíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora