Parte 3

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Tiro su gabardina en el suelo del gran salón y enfatizó seriamente que no que quiera ser molestado por nadie. Howard, como siempre, no pregunto sus motivos y solo accedió a ello dejándolo solo.

Se encaminó orgulloso hasta su habitación cerrando la puerta con delicadeza, apoyándose en ella deslizándose lentamente al suelo.

Su respiración era agitada, su cuerpo temblaba y con las manos apretando fuertemente su cabeza por fin dejo explotar la vorágine de sentimiento que lo inundaba.

Ira.
Desdicha.
Arrepentimiento.
Culpa.

Arthur Kirkland tenía razón, era un egoísta.
Siempre lo había sido y probablemente siempre lo será y por eso estaba allí, solo. Sufriendo por aquello que consideraba trivial, pero que por más que quiera no puede dejar atrás.

Ni con toda la magia del mundo puede extinguir los sentimientos que le aquejan tanto.

Buscó desesperado en su cuello, aquella cadena de plata con dos anillos colgando de ella, y la sostuvo con fuerza. Como si estuviera diciendo una plegaria, mil y un disculpas se deslizaban en su labios mientras la sostenía cerca de su rostro.

Porque era consciente que había cometido el peor pecado de todos al jugar con el alma de alguien por su miedo a la soledad. Porque fue por miedo, por el irracional sentimiento de soledad y abandono que se encerró en su sótano una semana después de que América le declarará la guerra por su independencia, buscando entre sus libros de hechizos la manera de hacerlo cambiar de opinión. No quería robar un alma, él solo quería que su amado América no lo abandone, que esté siempre a su lado. Quería devuelta al América que le mostraba aprecio de un modo inimaginable, quería de vuelta al América que lo miraba con devoción.

Quería de vuelta a su pequeño hermanito con toda sus fuerzas.

Probó con mucho hechizos pero ninguno resultaba, ninguno hacía que América reconsiderara o que siquiera olvidará lo sucedido y entendió que, sin siquiera percatarse, él mismo había protegido a América de cualquier tipo de hechizo que pudiera afectarlo. Lo había hecho al manifestarle su aprecio, al cantarle canciones en las noches para protegerlo de las pesadillas, al besar sus manos con amor cuando lo veía o cuando revolvía su cabello al verlo. El amor infinito que le tenía lo protegía de toda la magia que pudiera afectarlo y alejaba a todo ente oscuro de él.

No podía hechizarlo aunque quisiera.
Y se desesperó.
Enloqueció al perder a su amado hermano.

Fue en ese momento, en medio de la desesperación que encontró ese libro, con ese hechizo de vínculo de almas que sin siquiera analizar las consecuencias recitó con todo su poder.

Cuando despertó a la mañana siguiente sobre el suelo del sótano rodeado de hojas a medio quemar cayó en cuenta de lo que había hecho.

Con miedo leyó y releyó aquellas hojas percatándose del terrible impacto de su hechizo. Las apretujó con fuerza entre sus manos pensando en lo que había hecho, miró a todos lados, esperando ver el producto de sus malas decisiones pero no vio nada. Suspiró aliviado pensando que tal vez su hechizo había fallado, ordenó todo y dejó el sótano, dejando por terminado la locura de los hechizos tratando de llevar el dolor lo mejor posible.

Pero dieciocho años más tarde se presentó frente a él el mismo rostro sonriente que aún lo acechaba por las noches. Diez años después de la firma de independencia, sin saber nada la nación independiente, con el corazón roto y sangrando cada cuatro de julio estaba frente a él lo que en un primer instante creyó que era Estados Unidos de Norteamérica pero al mismo tiempo era evidente que no le sonreiría de eso modo, que mucho menos lo saludaría con tanto respeto o que se presentará ante él como uno de los nuevos sirvientes de su casa.

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