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A pesar de todo tipo de intento, la llave no entraba en la cerradura, haciéndome formular en la mente una buena lista de maldiciones. Suspiré frustrada y le metí un buen golpe a la puerta con mi pie, provocando solamente que mis dedos debajo del converse negro me dolieran. Empezaba a extrañar California.

— No creo que se abra así.— Dijo una voz tan suave como el terciopelo, detrás de mi.

Me giré avergonzada y me encaré con la perfección en persona.
Noté como la boca se me abrió lentamente y como los ojos me destellaron de encanto.

Un joven delgado pero tonificado revestido de una piel suave y blanca y de cabello castaño, corto pero alborotado se situaba detrás de mi y de mi desordenado par de maletas azules que había dejado tiradas en el piso junto a mis pies.

—Emm...ah...—Genial, no pude articular nada inteligible o que tuviese significado alguno.

—Déjame adivinar, eres Astrid ¿Cierto?—Me sonrió mostrándome la perfecta hilera de dientes blancos, deslumbrándome.

Vaya una perfecta sonrisa era enmarcada por unos labios en forma de corazón aparentemente suaves y rosados; aquello era lo más bello que había visto en lo que había llegado a Venecia.

—¿La amiga de Annie?—preguntó ahora dudoso.

¡Maldición! ¿Era necesario pegarme una bofetada para reaccionar? Si, quizá si; pero sólo me limité a asentir con la cabeza.

—Si, sí.—Me aclaré disimuladamente la garganta.— A las dos preguntas sí.

Me sonrió con más ganas, como si me conociera de hace años y me desarmó por completo. Algo nuevo para mí.

—¿La puerta no abre?—quiso saber.

—¿Ah? No, no...—bajé la cabeza para ocultar el traicionero rubor en mis mejillas—La llave no entra—expliqué.

—¿No entra? Hum...¿Me permites?—estiró la mano con la palma extendida hacia arriba.
¿Qué me creía? ¿Una tonta?
Me atreví a levantar la vista para mirarle, era dueño de unos bellos ojos donde parecía que el mismísimo Picasso había creado una obra de arte en diferentes tonos. Le dí la llave confiando en aquel hermoso extraño.

Se acercó hacia la puerta del departamento e intentó sólo una vez en meter la llave a la cerradura, cosa que no funcionó.

—Creo que te dieron la llave equivocada.— Dijo mirando la llave.

—¿Tú crees?—dije sarcástica.

Él río y el soplo de su risa me acarició el rostro. Me obligué a aterrizar de nuevo a la Tierra puesto que había volado más allá de la última nube en el cielo. Que emociones tan extrañas estaba experimentando.

—¿Eres...vecino?—pregunté esperanzada, ahnelando que realmente dijera que sí, que era dueño de alguno de los otros departamentos que había en ese edificio.

—No.

—¿Entonces... cómo sabes mi nombre y que soy amiga de la chica que vive aquí?—hice una pausa frunciendo el ceño—Annie Hamilton vive aquí, ¿Cierto?—pregunté.

Él rió aún más, como si mi ingenuidad resultara graciosa.
Bueno, quizá para él sí.

—Si, Annie vive aquí.— señaló el departamento marcado con el 312 en el que antes había intentado meter la llave — Es raro que no se encuentre — dijo sorprendido — Y bueno, ella me habló de ti, me dijo que esta noche llegarías y estaba muy emocionada con la noticia— me sonrió.

— ¿Y tú eres...?— lo miré dudosa.

M. de P. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora