Mary Ann

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(Relato creado para el taller de Misterio. Basado en el primer asesinato de Jack, el destripador). 

Cae la noche del treinta de octubre y los ciudadanos virtuosos regresan a sus hogares, mientras lo más inmundo de la sociedad de Whitechapel se congrega en burdeles y antros, guaridas aborrecibles de pecado.

Camino con determinación hasta el callejón Buck y me escabullo entre las sombras. Allí esperaré la señal para llevar a cabo la misión que me fue encomendada. El lugar huele a orina y podredumbre, pero mi decisión de cumplir con el mandato divino es tan fuerte, que soy consciente de que nada podría detenerme o hacerme cambiar de idea ahora.

El tiempo pasa y es casi media noche. Mis piernas entumecidas piden a gritos que abandone la posición acuclillada en la que me encuentro y las estire. Al incorporarme, la veo: la ramera que acaba de salir del prostíbulo a exhibir su mercadería junto al callejón, resplandece entre las brumas de la noche: es la señal que el mensajero celestial dijo que vería. Así sabría que es la elegida para iniciar con esta cruzada de salvación.

Me acerco lentamente. Está distraída y presume sus atributos a los transeúntes, seres tan detestables como ella. Sé que no puedo perder el rumbo; ya me encargaré de ellos más adelante. Por ahora, debo seguir las instrucciones al pie de la letra. En mis manos está el poder de extirpar los males que aquejan a mi querida Whitechapel. He recibido el honor de ser quien la redima.

Cuando nadie pasa cerca, cubro su boca con mi mano con un movimiento que la toma desprevenida. Gimotea, pero sus sollozos de auxilio se pierden entre muchos otros gemidos que se escuchan en esa calle lujuriosa. La arrastro despacio al interior del callejón. Forcejea con todas sus fuerzas ignorando que no es contrincante para mí: legiones de ángeles me secundan y fortalecen. Escucho sus melodiosas voces en mi cabeza: «Es ella... Debes quitarle el mal que lleva dentro... Mátala...»

La recuesto sobre el piso húmedo y la miro fijo. Todo su cuerpo tiembla. Apoyo el índice sobre mis labios hasta que ella asiente, haciéndome saber que no va a gritar y entonces retiro mi mano de su boca.

—Dime tu nombre y serás salva —la tiento.

—Ma- Mary Ann... —dice la desvergonzada, con total impunidad.

—¡Calla, ramera! ¡Tú no tienes salvación! —casi grito, al tiempo que mi daga corta su garganta: la cercena de un solo movimiento. Por unos instantes se oyen gorgoteos provenientes de la herida y la sangre se le escapa a borbotones. Sus ojos se quedan muy abiertos, con una mirada que cuestiona el motivo por el que le he arrancado la vida.

—Tu existencia era un oprobio para Whitechapel —me descubro justificándome, como si le debiera explicación a esa criatura perdida.

Vigilo la entrada del callejón y procedo con el ritual, tal como me fue señalado. Retiro su ropaje indecente, cuidando de no mancharlo, y vuelvo a empuñar mi daga; esta vez, para extirparle el mal de sus entrañas.

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