La casa llena de fantasmas

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Todo comenzó al cuarto día de haber presenciado aquel terrible accidente. Nunca imaginé que algo así pudiera afectarme tanto. Lo cierto es que ese día había regresado a casa muy angustiada e ido directo a mi cuarto.

Me tiré en la cama y lloré a mares; por el susto, la impotencia y lo innegable de la fragilidad humana.

Mi madre entró a mi habitación una media hora más tarde y se quedó ahí, parada junto a la puerta, acompañándome. Su sola presencia me tranquilizaba. No la miré, pero debió verme tan mal, que se marchó llorando.

No pude consolarla; no me creía capaz de levantarme, solo me quedé allí, inmóvil, regodeándome en mi desesperanza.

Aquella noche no me llamó a cenar. Estaba inapetente, así que no me molestó. De hecho, sentía como si nunca más pudiera probar bocado.

Al día siguiente, mi progenitora regresó por la tarde, pero yo no tenía ánimos ni para dirigirle la palabra. Alguna clase de estrés post- traumático o quizá depresión, me impedía levantarme. Lo que presencié, me cambió. Ya no era la misma: todo mi mundo se había vuelto gris.

Al tercer día, mi madre no vino a verme. Supuse que esperaría que pusiera algo de voluntad de mi parte para superar aquella dolorosa situación. Muy a su pesar, nada me motivaba. Así que seguí allí, enredada bajo las sábanas, sin saber si afuera seguía siendo invierno o ya florecía la primavera.

Y entonces, en la mañana del cuarto día, cuando me giré en la cama, la vi: una sombra oscura recostada junto a mí. La figura acompañaba todo lo largo de mi cuerpo y yacía a mi lado, como si descansara.

Cerré los ojos muy fuerte y empecé a temblar. Aquella entidad permanecía tan cerca, casi tocándome. No quise gritar, para no espantar a mamá. Solo me quedé ahí, conteniendo el aliento, hasta que me animé y abrí apenas mis párpados: la sombra ya no estaba.

Deseé salir corriendo y pedir ayuda, pero no había rastros de la aparición. ¿Quién iba a creerme? Seguro lo soñaste, dirían.

Lo dejé pasar; pensé que era producto de mi mente trastornada. Sin embargo, desde ese día, el cuarto tras el accidente, aquello empezó a repetirse cada mañana: al despertar, me volteaba y encontraba a esa silueta, completamente oscura, difusa y pegada a mi cuerpo. Contenía el grito de pánico que se agolpaba en mi garganta y cerraba los ojos hasta que desaparecía sin dejar huella.

Pasó el tiempo y podría decir que superé el miedo a esa presencia, pero no sería cierto. Cada vez que notaba un escalofrío, espiaba sobre mi hombro para descubrir a la sombra, acechándome por la espalda. Nunca me hacía nada; aun así, me aterraba.

No sé cuántos días pasaron hasta que decidí que debía superar mi desánimo. Tenía que salir, tomar aire y recibir el tibio sol en mi rostro. Quizá de ese modo, la entidad ya no me visitara.

Con mucho esfuerzo, dejé la cama. Temía desfallecer debido a la falta de alimentos. Me arrastré hasta la puerta y salí al pasillo. En la cocina se oían ruidos de ollas y sartenes. Una sonrisa asomó en mis labios. La sentí extraña, como si el gesto me fuera ajeno. Caminé despacio, con pasos torpes, sosteniéndome de las paredes para no caer vencida por la debilidad.

Me asomé a la habitación esperando hallar a mi madre en pleno trajín, pero no había nadie. Los sonidos persistían, sin embargo, nada allí los producía. Avancé con cautela, mirando en todas direcciones. Todo estaba en su lugar.

—Mamá —llamé, y mi voz sonó carrasposa y tenue. —¡Mamá! —dije más fuerte y un plato se estrelló detrás de mí.

Al voltear, la entidad estaba ahí, muy quieta. De inmediato, se alejó un paso y se desvaneció en el aire.

Me quedé paralizada, confundida y asustada. Había dejado mi habitación esperando reunirme con mi madre para estar a salvo; nunca se me ocurrió que podía encontrarme a la sombra suelta por la casa.

Tomé valor y me dirigí hacia la sala. De seguro mamá estaba en el sofá mirando televisión. Antes de entrar, me asomé despacio.

La pantalla se veía totalmente negra, pero ella se hallaba allí sentada, dándome la espalda. Sonidos incoherentes, como una mezcla de ecos, provenían del aparato, aunque parecía apagado.

—¿Mamá? —susurré con cautela, mientras rodeaba el sillón.

Cuando llegué frente a ella, no pude más que ahogar un grito: una oscura silueta ocupaba su lugar.

Empecé a temblar, desesperada. Como pude, sosteniéndome de los muebles y los muros, me alejé hacia mi habitación. Quería volver a mi cama y no salir nunca más. Cuando logré llegar, me metí bajo las mantas y me dormí.

Soñé con el accidente. Había hierros retorcidos y sangre por todos lados. Un lamento perturbador me despertó de repente. Me giré y encontré a mi madre llorando desconsoladamente desde el umbral de la puerta. Estiré el brazo para alcanzarla, pero desapareció ante mis ojos.

—Es un sueño, es un mal sueño —me dije, una y otra vez, sosteniendo con fuerza las sábanas por encima de mi cabeza, hasta que perdí el conocimiento.

No soñé nada en absoluto, solo me sumí en una inconsciencia profunda, tan honda como un estado de coma. Desperté sintiendo otra vez la presencia adherida a mi espalda. Percibía su aliento acariciándome la nuca; el monótono ritmo de su respiración me erizaba la piel. ¿Por qué me sucedía esto a mí?

Me entregué al llanto, vencida. La angustia superó mi fuerza de voluntad, así que lloré sin miramientos, como no lloraba desde niña, cuando me caía de la bicicleta en el parque. En ese entonces, mi madre me abrazaba para tranquilizarme. Pero ahora estaba sola.

Iba a enloquecer. Aquel accidente, días atrás, me perturbó de tal modo que parecía no quedar nada de mí, de quien había sido antes del trágico suceso.

Ya no podía más. Un malestar en mi vientre, como una náusea, fue subiendo hasta convertirse en opresión en el pecho y de allí, se deslizó hasta mi garganta y estalló en un grito desgarrador.

La sombra saltó de la cama y huyó. Me envalentoné y corrí tras ella; la seguí hasta el comedor.

—¡Fuera! —vociferé al alcanzarla, con más fuerzas de las que me creía capaz. —¡Fuera de mi casa!

La sombra se fundió con otra más grande. Las figuras difusas, parecían abrazarse.

—¡Largo! —insistí. La rabia me invadió de tal modo, que seguí gritando y dando alaridos con todo lo que me permitían los pulmones.

Las sombras se habían arrebujado en el suelo, pero no se iban.

Me dirigí a la entrada y abrí la puerta de un tirón con tanta violencia, que golpeó contra la pared y volvió a cerrarse, dando un portazo. Los vidrios temblaron y un vaso que estaba sobre la mesa, se estrelló en el suelo.

Me quedé frente a las oscuras siluetas, agitada y llena de ira. Respiré profundo varias veces, tratando de calmarme. Las entidades empezaron a volverse más nítidas. Pude distinguir que eran una madre y su hijo; se estrechaban con fuerza. El niño, casi un adolescente, lloraba desesperado, sin apartar sus ojos de mí.

Me temía. Más aún, estaba aterrorizado.

Fue entonces que reconocí su rostro. Y de golpe, como si la verdad me abofeteara, todo cobró sentido.

Aquel niño era el que dormía en mi cama. El que se mudó con su madre, cuando la mía se marchó. Ella no había podido soportarlo y abandonó la casa, tan llena de fantasmas, tres días después del terrible accidente que le arrebató a su única hija.

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