CAPITULO 1

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Eran cerca de las nueve de la noche y la estación de tren de Príncipe Pío de Madrid era un hervidero de personas.

Gentes de distintas partes de España se habían reunido allí para coger un tren que los llevaría a un nuevo presente, dispuestos a mejorar su pasado y a labrarse un futuro.

Familias enteras se despedían con los ojos llenos de lágrimas. El país no pasaba por un buen momento económico y eran muchos los que debían emigrar al extranjero para que sus seres queridos pudieran tener, al menos, un plato de comida al día y vivir con dignidad.

Entre todas aquellas personas estaba don Miguel Rodríguez despidiendo a dos de sus hijas, a pesar de ser un director de banco al que no le faltaba un plato de comida en la mesa. Por suerte para ellos, no sufrían las carencias de muchos otros de los que estaban allí, pero las chicas querían buscar un trabajo en Alemania.

—Escuchadme un segundo, Lolita y Carmencita —dijo don Miguel muy serio—. Sé que sois juiciosas, pero necesito que me prometáis que vais a tener mucho cuidado y que os vais a apoyar la una en la otra para todo, ¿entendido?

—Sí, papá. Ya te lo hemos prometido. —Carmen sonrió al escucharlo.

—Te lo prometemos, papá —insistió Loli.

—Y tú —le dijo el hombre a Carmen con seriedad—, sé que siempre te ha dado igual lo que piense la gente, pero haz el favor de controlar ese carácter endiablado que tienes. Allí no estaré yo para...

—Tranquilo, papá —lo cortó Loli—. Ya la meteré yo en vereda.

Carmen, al escuchar a su hermana mayor, le dio un golpe con la cadera y, divertida, respondió:

—Ten cuidado, no te meta yo a ti.

Don Miguel sonrió a su ocurrente hija.

Tenía seis maravillosos hijos: cinco chicas y un varón. ¡Una bendición de Dios!, como decía su mujer.

Pero también era consciente de lo diferentes que eran todos, y a Carmen, aunque responsable, nunca le había importado lo que la gente pensara de su carácter rebelde y contestón.

Sin perder el porte serio que su trabajo le exigía, don Miguel miró a sus hijas. Todavía no entendía cómo se había dejado convencer por aquellas dos para dejarlas marchar. Las iba a añorar muchísimo y, perdiendo durante unos segundos su aparente frialdad, abrió los brazos y dijo:

—Dadme otro abrazo. Ya os echo de menos y aún no os habéis ido.

Encantadas, las jóvenes se tiraron a los brazos de su padre. Era cariñoso con ellas, a pesar de que en público siempre se mostraba serio y distante. Como él decía, había que ser consecuente cada segundo del día para mantener un equilibrio en la vida.

Acabado el abrazo, don Miguel se metió la mano en el bolsillo del abrigo y, tendiéndoles a las chicas dos cajitas, murmuró:

—Aquí tenéis caramelos para que os endulcen el viaje. Sé lo mucho que os gustan.

—¡Gracias, papá!

—Mmmm... ¡de La Violeta! Gracias, papá. —Carmen sonrió al ver aquellos caramelos de esencia de violeta que tanto le gustaban.

En ese instante, por los altavoces de la estación anunciaron que los pasajeros con destino a Hendaya debían subir al tren, que iba a salir en un minuto.

Nerviosa, Loli le dio a su padre un rápido beso y subió, mientras Carmen, con la emoción reflejada en la cara, volvió a abrazarlo y murmuró:

—No te preocupes por nada, papá. Dale un beso fuerte a mamá y a los hermanos.

—Llamad a casa de Manolita en cuanto podáis, para que sepamos que habéis llegado bien. Y recuerda, anoche apuntaste en tu diario el teléfono de donde trabaja tu prima Adela y su marido en Bremen, para lo que necesitéis.

Ella asintió. Su diario siempre iba con ella y, con una sonrisa, dijo:

—Claro que sí, papá. No lo dudes.

Sin soltarle la mano, don Miguel insistió en mirar a su bonita y morena hija de pelo corto.

—No olvidéis que vuestra casa está aquí y que sus puertas siempre estarán abiertas para recibiros.

Emocionada, la joven lo volvió a abrazar y murmuró:

—Lo sé, papá. Lo sé.

—Vamos, Mari Carmen, ¡sube de una santa vez! —la apremió Loli, asomándose a una ventana del vagón.

Don Miguel soltó a su hija, que subió junto a su hermana. Pocos instantes después, el tren comenzó a moverse y ellas, asombradas, le dijeron adiós a su padre.

—Tomad. Para que vayáis entretenidas un rato con su lectura —dijo éste mientras les tendía el periódico ABC que llevaba en las manos.

Carmen lo cogió. Su padre sabía que a ella le gustaba leer las noticias.

—Recordad. Siempre estaré aquí para vosotras. Siempre —insistió él, caminando junto al tren y levantando la voz.

Las hermanas sonrieron y asintieron.

Don Miguel no supo si lo habían oído o no y, con el corazón roto, vio cómo dos de sus niñas, aquellas pequeñas a las que había visto hacerse unas mujercitas, se marchaban de su lado para comenzar una nueva vida.

Hola te acuerdas de mi ? [PAUSADA]Where stories live. Discover now