capitulo 14

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—Vamos a ver, ¿qué ocurre?

Sin moverse de su sitio, Carmen contestó:

—Hans, nosotras no podemos trabajar en esta cadena.

— ¿Por qué? —preguntó el hombre, descolocado.

—Estar aquí —prosiguió Loli— requiere mucha precisión y nosotras no tenemos el manejo que tienen el resto de las chicas.

—El viernes cobramos ¡y eso y nada es lo mismo! —murmuró Teresa con un hilo de voz.

Sorprendido e incrédulo, y al ver que el jefazo volvía a gritar, Hans dijo:

—Chicas, ¡sois las últimas que habéis llegado aquí!

—Lo sabemos —afirmó Loli—. Pero estamos aquí para ganar dinero, no para perderlo, y menos para que Garbancito nos grite todo el día.

Hans, al entender que «Garbancito» era el jefe, cuchicheó:

—Haré como que no he oído el nombre por el que has llamado al señor Schröeder u os podríais meter en un buen lío.

—¡Arrea! —murmuró Teresa.

—Pero si es un amargado, ¿no lo ves? —replicó Loli.

Hans puso los ojos en blanco y, cuando iba a responder, Carmen se le adelantó:

—Hans, nosotras queremos trabajar, y te aseguro que trabajaremos duro. Pero queremos hacerlo donde podamos ganar dinero, no donde lo perdamos y se lo hagamos perder a la empresa; ¿tan difícil es de entender? Le gustara o no reconocerlo, las chicas tenían razón y, tras mirarlas, habló con el enfadado alemán, que finalmente dijo:

—De acuerdo. Por esta vez, vosotras habéis ganado. Miraremos de reubicaros en otros departamentos, pero juntas ya no estaréis, ¿entendido? —les tradujo Hans.

Las tres se miraron. No les importaba estar separadas durante las horas de trabajo, siempre y cuando éste les diera para vivir, y, tras asentir, Hans y el jefe se marcharon. Al día siguiente, cuando llegaron, las enviaron a diferentes sitios y Carmen, feliz en su nuevo puesto con las planchas para hacer contadores, supo que ahora sí que ganaría suficiente dinero para vivir.

Los días pasaron y, poco a poco, las jóvenes fueron haciéndose a su trabajo y a la vida en Alemania. Comían salchichas, pescado ahumado, repollo y bebían deliciosa cerveza del país los fines de semana, cuando salían y se divertían.

Con el segundo sueldo, Carmen se compró una radio. Le encantaba escuchar música y ahora podía cantar y bailar en su habitación con sus amigas.

Con el sueldo siguiente, finalmente se compró unos pantalones pitillo azul marino y Loli otros verde botella. Teresa en un principio se negó, pero tras probarse unos y sentir la libertad que aquella prenda le daba, claudicó y también se los compró.

Renata, que se movía bien por Núremberg, las llevaba de compras a sitios increíbles. Ella era de Hannover, pero se conocía muy bien la ciudad donde residía. En Hannover vivía en una granja con sus padres, un lugar que la asfixiaba, sobre todo por la tozudez de su padre, que no le permitía tener iniciativa. Para él, ella era sólo una mujer, y no un varón, y sólo debía obedecer y trabajar. Por eso, cuando ocurrió lo de su exnovio, decidió marcharse, con el consiguiente disgusto de sus padres. Y así fue como había llegado a Núremberg un par de años atrás.

Un sábado, tras una mañana en la capital, donde Renata se compró unos preciosos guantes rojos de piel y un bonito pañuelo de seda beige, entraron en un curioso restaurante.

Una vez acabaron de comer unas ricas salchichas, Carmen miró a Renata y dijo:

—Déjame verlos de nuevo, ¡creo que me he enamorado!

Divertida, la alemana sacó los guantes rojos de fina piel que se había comprado en el bazar de segunda mano donde habían estado y Carmen, tocándolos, murmuró:

—Qué rabia no haberlos visto yo primero.

—Son muy bonitos.

Renata soltó una carcajada

—Os los podréis poner siempre que queráis

Loli, con el pañuelo de seda beige en las manos, dijo:

—Es una maravilla de pañuelo. Y como ha dicho mi hermana, ¡qué rabia no haberlo visto yo primero!

Terminaron de comer entre risas, y entonces un grupo de chicos se les acercó. Eran militares americanos de habla castellana, como ellas. Durante un rato, charlaron con ellos divertidas, hasta que Renata, obligándolas a salir de allí, dijo:

—Alejaos de los americanos.

—Uiss... pero si están más buenos que los churros con chocolate.

—¡Teresa! —rieron Loli y Carmen al oírla.

Desde hacía unas semanas, la joven que tanto se asustaba por todo había dejado de hacerlo y, mirándolas, contestó divertida:

—Las que duermen en la misma habitación, se vuelven de la misma condición y me estoy modernizando.

—Pero ¿tú qué has bebido? —preguntó Renata riendo. Pero luego se puso seria y repitió—: Lo dicho, alejaos de los americanos.

— ¿Por qué? Parecen simpáticos —señaló Loli.

Renata, algo más curtida en hombres que ellas, dijo:

—Escuchad, esos americanos sólo buscan una cosa en las mujeres. Y una vez la consiguen, si te he visto no me acuerdo.

— ¿Por qué dices eso? —preguntó Carmen curiosa.

Ella, mientras se arreglaba el pelo, miró hacia el interior del restaurante, donde aquellos muchachos seguían riendo en grupo, y dijo:

—Conocí a una francesa, en otra residencia donde estuve, que se dejó embaucar por uno de ellos y, una vez él consiguió lo que buscaba, no quiso volver a saber de ella.

—¡Qué canalla! —sentenció Teresa.

Renata asintió y, cogiéndose del brazo de la chica, insistió:

—Recordad, los americanos, cuanto más lejos, mejor.

Esa advertencia a Carmen le hizo gracia, pero calló. Para ella, los hombres americanos, alemanes o españoles eran lo mismo. Sus miradas, en ocasiones descaradas, le daban a entender lo que buscaban y, sin dudarlo, se alejaba de ellos.

Llegaron las Navidades y no existía ninguna posibilidad de regresar a España para estar con la familia. El precio del viaje en avión era prohibitivo y en tren o autobús perderían demasiados días de ida y vuelta. Por ello, en Nochevieja, las cuatro amigas se fueron a cenar a un bar de Büchenbach.

—Brindo por nosotras —dijo Loli—. Porque el año que entra sea mucho mejor que el que se va.

Las amigas brindaron por aquello y Teresa, algo triste al acordarse de las monjas del hospicio, murmuró al ver a Carmen secarse las lágrimas:

—Brindo por las personas que nos quieren y que, aún lejos, están en nuestro corazón.

Conmovidas volvieron a brindar, cuando Renata, para intentar hacerlas reír, dijo:

—Brindo porque la próxima vez que las cuatro volvamos a brindar con champán, ninguna llore, y, si lo hace, que sea de felicidad.

Al cabo de unas horas y tras un par de botellas de champán barato, regresaron a la residencia con una torrija considerable, llorando y añorando a sus familiares.

Hola te acuerdas de mi ? [PAUSADA]Where stories live. Discover now