Y rompí. No como en las películas, donde aparece esa persona y te abraza haciendo que te sientas libre y aliviada. Yo lloré, para mis adentros, y grité, para mis infiernos. Pero no, esta vez no dejaría pasar toda la tristeza, esta vez me destrozaría en ella.
Con mis pocos suspiros disponibles, con las lágrimas humedeciendo y las palabras golpeando, rompí en ese teléfono a través de una silenciosa llamada. Confesé, con verdades a mi racionalidad pero falsedades a tu pensamiento. Confesé.
Culpabilidad. Y aún así se repetía en tu boca que no era nada mi culpa. ¿Es que acaso el que observa se libra de todo? Inseguridades, estoy llena de ellas. Podrías tirarme al suelo y tan sólo sentiría alivio. Podrías pegarme y tan sólo desearía más.
Sí, vulgar, pero bien tú dices que soy fuerte. Son las doce y aún te tengo en llamada. Sonrío, siempre. Pero pareces ser la única que ve que como rompo tras la mueca que nace en mis dientes.
Sonríes, diciendo que ayudo a todos, que sólo sé hacer eso: dar consejos sin aplicarlos luego. Cambias tu expresión, en molestia, mientras comentas que hago los problemas de los demás de mi pertenencia. Lo dices, una y otra vez, para que lo entienda.
Que no es normal tener ansiedad por el aquello, que no es normal no poder ir a clase por mareos respecto a confesiones que me vienen de otros, que no es normal no dormir por ellos. Que, mierda, no estoy enferma pero lo parezco.
Sólo estas horas, por favor, escucha mis replicas. A veces se cae la máscara de tu rostro y no recuerdas como sonreír. Pero, por favor, ayúdame. Que de tanto ignorar mis pasos, he perdido mi cuerpo. Y sobretodo, por favor, no cuelgues el maldito teléfono.
