IV

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1
Cuando el avión aterrizó en el aeropuerto internacional de Londres, Miranda y Annette se alejaron para comprar algunos caramelos ácidos permitiendole con esto a Thomas  hablar a solas con su madre un momento.

—Mamá —le dijo tomándola por un hombro—, he estado pensando en las cosas que nos has dicho que ocurren en esa casa.

Lyla sonrió y le interrumpió:
—Pero Tommy, yo no he dicho que algo esté ocurriendo; solo dije que he tenido algunas pesadillas. Sabes que siempre he tenido una imaginación desbordante y estoy afectada desde la muerte de tu padre.

—Lo sé mamá, pero no pude evitar darme cuenta que desde que subimos a ese avión en Atlanta, luces bastante tensa y mortificada… no quiero que te enfermes.

La mujer le rodeó con sus brazos en un abrazo de esos que solo las madres pueden proporcionar a sus hijos; sin importar que estos no sean ya unos niños, sino hombres crecidos, hechos y derechos, con trabajos, familias propias y responsabilidades de adultos.

— ¿Crees que me voy a enfermar ahora? ¿Teniéndoles a ustedes en casa?

Thomas respondió al abrazo besando su frente y ambos se volvieron a mirar a Annette quien salía de la tienda tomada de la mano con su madre.

La familia volvió a reunirse y enfilaron rumbo al parqueadero.

2
Altiva y majestuosa la noble mansión Bleufort-Harris volvió a darle a Lyla un saludo.

—¡Mamá, no imaginaba que fuera tan grande!

Lyla sonrió por toda respuesta.

—Annie ¿te gusta el castillo de tu abuelita?

La casa no era propiamente un castillo, pero Miranda lo dijo de esa forma para arrancar a la niña alguna exclamación.

Annette de rodillas en el asiento posterior del viejo, pero bien conservado Grand Marquis blanco, observaba la casa con detenimiento; estudiándola con la misma expresión con la que la había evaluado su finado abuelo.

—¿Te gusta? —Insistió Thomas, pero la niña permaneció en silencio y los adultos al final se dieron por vencidos cuando el único sonido crocante que escuchaban, era el de la gravilla de la avenida principal aplastada por los neumáticos del coche.

3
Margaret y Clarisse lastimada de una pierna al caer por la escalera el día anterior, esperaban con ansias la llegada del coche a la entrada.

Ambas habían arreglado el recibidor, reemplazando a las habituales flores blancas por grandes y alegres girasoles. Las pesadas cortinas del comedor principal se encontraban ya abiertas y la luz del sol de verano bailaba alegre sobre la mesa. El jardín principal del ala central había sido regado y tanto el pasto como las plantas florales contribuyeron a levantar un leve rumor de fragancias y frescura. Las habitaciones estaban listas y esperando…

¿Esperando a que?

A la noche.

Al apagarse el motor del coche, Margaret bajó la escalinata y abrió la puerta trasera del mismo para permitir que Miranda y la niña bajaran.

Clarisse permanecía junto a la puerta para abrirla en cuanto se acercaran.

—¿Todo bien Margaret? —preguntó Lyla abriendo el maletero para que Thomas le ayudase a bajar el equipaje.

—Sí señora. —fue la respuesta de la vieja criada.

La familia Anders —o quienes quedaban de ella—subieron la escalinata y Clarisse abrió la puerta con una sonrisa encantadora en los labios.

La Criada Silenciosa. [Completa] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora