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Cenizas era lo que cubría todo, ya no estaba la amarilla tierra, ni el verde de los montes y árboles; las bombas habían dejado todo gris y negro, incluso, el cielo se oscureció por el humo. Ambos ejércitos habían sido destruidos, los 150 hombres y 2600 soldados, nada viviente había quedado en el radio de 20 kilómetros delimitado por un tirano ambicioso.
Todo muerto, excepto Esteban, el último en caer, el que vio las bombas tocar tierra, el que vio morir a Daniel, el de los tiros en el pecho. Él aún respiraba y con un fuerte inhalar abrió los ojos, confundido y agitado registro su entorno, todo gris. Con la mirada desorbitada contemplo su cuerpo, cubierto de pequeñas llamas amarillas, llamas de mayor tamaño en donde tenía heridas. Se asustó, mas, sin poder moverse, las resistió, notando que no le quemaban, que sólo sentía un agradable calor, observando detenidamente se percató que se apagaban poco a poco, se extinguian al cerrar una herida, unir un hueso o sanar alguna quemadura. Las llamas más grandes estaban en su pecho, salían por cada uno de los agujeros hechos por las balas, contempló atónito como se apagaban lentamente sacando la bala de su cuerpo. La última, y más grande, llama en apagarse fue la de la bala que había entrado en su corazón, vio como milímetro a milímetro salía la bala. Y cuando estuvo totalmente sano, lloró. Lloró de alegría y confusión, de dolor, de miedo, y de pena, lloró porque todos habían muerto, lloró porque estaba vivo.

-Vamos, levántate que no te di la vida para que llorarás- dijo una voz neutra que venía de ningún lado.

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