Cenizas.

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Eran tiempos mejores cuando dieron con ellas. En tiendas abandonadas, casas destruidas, expediciones de principiantes que eran lo suficientemente valientes para salir del búnker y aventurarse en lo que había quedado de las ciudades que no habían sido bombardeadas y dejadas en escombros.

Al principio, eran alarmas que servían únicamente como repuestos para las que estaban instaladas en el búnker, y que fueron usadas cuando se volvieron demasiados para un subterráneo y salieron de las sombras en busca de una nueva vida, ahora en una ciudad que comenzó a ser construida lenta y progresivamente.

Dadas las circunstancias del entorno que les rodeaba en el exterior, a nadie le pareció una exageración que la comandante encargada de la seguridad ordenara colocar un muro de acero, reforzado con concreto como protección. Y que en cada sección de este, colocaran alarmas de diversa índole: desde  disuasorias, hasta aquellas para emergencias climáticas.

Nadie, ni siquiera los más experimentados, se atreverían a decir que eran algo inútil, pues fueron utilizadas en algún momento a lo largo de su breve historia. Cuando, por ejemplo, las alarmas contra incendios les alertaban de las explosiones que sucedían cerca de una diminuta Nueva Mínelis; el humo era demasiado denso y ellos debían de volver al búnker en busca de un refugio temporal hasta que el ambiente fuera menos tóxico.

O las alarmas disuasorias, cuando los animales que aún sobrevivían exploraban cerca de la valla y salían corriendo asustados por el pitido de alerta que emitía.

Trescientas cincuenta y seis alarmas habían sido instaladas a lo largo del muro y dentro de éste. Y solo una de ellas se había mantenido en total silencio tras el paso de los años.

Se trataba de una alarma disuasiva, cuya función se limitaba a sonar como sirena cuando era activada manualmente. El propósito, había dicho Dorothy, sería alertar sobre la presencia de personas en el exterior del muro. Personas cuya llegada no estuviera programada, pues probablemente, se trataría de un peligro potente o simplemente, de algún sobreviviente en busca de refugio.

Una bendición o maldición. Tal vez ambas cosas. Quizás, ninguna de ellas.

Ese es el pensamiento que se instala en lo más profundo de Dean, cuando el sonido ensordecedor de una sirena lo despierta a él, junto al resto de la ciudad, a la mitad de una noche de luna llena. A su lado, Castiel despierta bruscamente, sentándose de golpe, con la mirada nublada por el sueño y el cuerpo temblando ligeramente por el sonido.

—¿Que sucede? ¿Es un ataque?

Dean se apresura a negar, dejando sus feromonas emanar paulatinamente. Acerca su mano al rostro de Castiel y acaricia su mejilla. Esas muestras de afecto tienen el efecto deseado, pues el Omega deja de temblar inmediatamente y empuja suavemente su rostro contra la palma de su mano, provocando una sonrisa en el rostro del Alfa.

—No es ningún ataque, Plumas. Aunque debo salir, ver qué sucede.

—Pero es media noche— replica  Castiel al instante. Sus palabras, sin embargo, son apenas entendibles puesto que sus ojos se cierran en un pestañeo. Cae de golpe en la cama, balbuceando algo que Dean no entiende. Él bufa, pero su Alfa interior está complacido con ello, gozoso de que su Omega se sienta protegido, en casa y que le baste su compañía para estar tranquilo. Mueve la cabeza de un lado a otro, negando, porque ha vuelto a ser un jodido cursi, algo que creía en el pasado. La sirena no ha parado de sonar, y él desearía quedarse ahí, sumergido en la calidez que Castiel le brinda, sintiendo la tersa piel de su rostro y la suavidad de su oscuro cabello. Fundirse con él nuevamente, y olvidar que es su responsabilidad el cuidar del resto de los sobrevivientes.

Su ceño se frunce, a causa de esos pensamientos egoístas que le hacen sentir fuera de sí.

—Volveré pronto— susurra, aunque Cas ya no parece escucharlo; su respiración ha vuelto a ser lenta, profunda.

La fuerza del destino.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora