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La hacienda de Arroyo Zarco era una larga franja de tierra fértil en la cordillera norte de Puebla. En 1910 sus dueños sembraban ahí café y caña de azúcar, maíz, frijol y legumbres menores. El paisaje era verde durante todo el año. Llovía con sol, sin sol y bajo todas las lunas. Llovía con tanta naturalidad que nadie tuvo nunca la ocurrencia de taparse para salir a caminar.
La tía Elena vivió poco tiempo bajo esas aguas. Primero porque no había escuelas cerca y sus padres la mandaron al Colegio del Sagrado Corazón en la Ciudad de México. A 300 kilómetros, 20 horas en tren, una merienda con su noche para dormir en la ciudad de Puebla y un desayuno regido ya por la nostalgia que provocarían diez meses lejos de la extravagante comida de su madre y cerca del francés y las caravanas de unas monjas inhóspitas. Luego, cuando había terminado con honores los estudios de aritmética, gramática, historia, geografía, piano, costura, francés y letra de piquitos; cuando acababa de regresar al campo y al desasosiego feliz de vivirlo, tuvo que irse otra vez porque llegó la Revolución.
Cuando los alzados entraron a la hacienda para tomar posesión de sus planicies y sus aguas, el papá de la tía no opuso resistencia. Entregó la casa, el patio, la capilla y los muebles con la misma gentileza que siempre lo había distinguido de los otros rancheros. Su mujer les enseñó a las soldaderas el camino a la cocina y él sacó los títulos en los que constaba la propiedad de la hacienda y se los entregó al jefe de la rebelión en el estado.
Luego se llevó a la familia a Teziutlán acomodada en un coche y casi sonriente.
Siempre habían tenido fama de ser medio locos, así que cuando aparecieron en el pueblo intactos y en paz, las otras familias de hacendados estuvieron seguros de que Ramos Lanz tenía algo que ver con los rebeldes. No podía ser casualidad que no hubieran quemado su casa, que sus hijas no se mostraran aterradas, que su mujer no llorara.
Los veían mal cuando caminaban por el pueblo, conversadores y alegres como si nada les hubiera pasado. Era tan firme y suave la actitud del padre que nadie en la familia veía razones para llamarse a tormento. Al fin y al cabo si él sonreía era que al día siguiente y al siguiente decenio habría comida sobre el mantel y crinolinas bajo las faldas de seda. Era que nadie se quedaría sin peinetas, sin relicarios, sin broches, sin los aretes de un brillante, sin el oporto para la hora de los quesos. 
Sólo una tarde lo vieron intranquilo. Pasó varias horas frente al escritorio de la casa de Teziutlán dibujando algo que parecía un plano y que no lo dejaba contento. Iba tirando hojas y hojas al cesto de los papeles, sintiéndose tan inútil como quien trata de recordar el camino hacia un tesoro enterrado siglos atrás.
La tía Elena lo miraba desde un sillón sin abrir la boca, sin asomarse a nada que no fueran sus gestos. De repente lo vio conforme y lo escucho hablar solo en un murmullo que no por serio perdía euforia. Dobló el papel en cuatro y se lo echó en la bolsa interior del saco. 
-¿Ya estará la cena? -le preguntó, mirándola por primera vez, sin enseñarle nada ni hablar de aquello que lo había mantenido tan ocupado toda la tarde.
-Voy a ver -dijo ella, y se fue a la cocina dirimiendo cosas. Cuando volvió, su padre dormitaba en un sillón de respaldo muy alto. Se acercó despacio y fue hasta el cesto de los papeles para salvar algunos de los pedazos que él había tirado. Los puso dentro de un libro y luego lo despertó para decirle que ya estaba la cena.
Todo era vasto en casa de los Ramos. Incluso en esos tiempos de escasez su madre se organizaba para hacer comidas de siete platillos y cenas de cinco personas cuando menos. Esa noche había una sopa de hongos, torta de masa, rajas con jitomate y frijoles refritos. Terminaba el menú con chocolate de agua y unos panes azucarados y brillantes que la tía Elena no volvió a ver después de la Revolución. Con todo eso en el estómago, los miembros de la familia se iban a dormir y a engordar sin ningún recato.
De los ocho hijos que había parido la señora De Ramos, cinco se habían muerto de enfermedades como la viruela, la tosferina y el asma, así que los tres vivos crecieron sobrealimentados. Según un acuerdo general, fue la buena y mucha comida lo que los ayudó a sobrevivir. Pero esa noche el padre de la tía sorprendió a su familia con que no tenía mucha hambre.
-Come pajarito, que te vas a enfermar -le suplicó doña Otilia a su marido, que era un hombre de uno ochenta entre los pies y la punta de la cabeza y de noventa kilos custodiándole el alma.
Elena pidió permiso para levantarse antes de terminar la última mordida de su pan con azúcar y fue a encerrarse con una vela en el cuarto de los huéspedes. Ahí puso juntos algunos pedazos del papel y leyó la tinta verde con que escribía su papá: el plano tenía pintada una vereda llegando al rancho por atrás de la casa, directo al cuarto bajo tierra que habían construido cerca de la cocina.
iLos vinos! Lo único que su padre había lamentado desde que tomaron Arroyo Zarco fue la pérdida de sus vinos, de su colección de botellas con etiquetas en diversos idiomas, llenas de un brebaje que ella sorbía de la copa de los adultos desde muy niña. ¿Su papá, aquel hombre firme y moderado, sería capaz de volver a la hacienda por sus vinos? ¿Por eso lo había oído al mediodía pidiéndole a Cirilo una carreta con un caballo y paja?
La tía Elena cogió un chal y bajó las escaleras de un respingo. En el comedor, su padre todavía buscaba razones para explicarle a su mujer el grave delito de no tener hambre. 
-No es desprecio, mi amor. Ya sé el trabajo que te cuesta construir cada comida para que no extrañemos lo de antes. Pero hoy en la noche tengo un asunto que arreglar y no quiero tener el estómago pesado.
En el momento en que oyó a su padre decir "hoy en la noche", la tía Elena salió corriendo al patio en busca de la única carreta. Cirilo el mozo la había colgado de un caballo y vigilaba en silencio. ¿Por qué Cirilo no se habría ido a la Revolución? ¿Por qué estaba ahí quieto, junto al caballo, en el mismo soliloquio de siempre? Tía Elena caminó de puntas a sus espaldas y se metió en la carreta por la parte de atrás. Al poco rato, oyó la voz de su padre.
-¿Encontraste buena brizna? -le preguntó al mozo.
-Sí, patrón. ¿La quiere ver?
La tía Elena pensó que había asentido con la cabeza porque lo oyó acercarse a la parte de atrás y levantar una punta del petate. Sintió moverse la mano de su padre a tres manos de su cuerpo:
-Está muy buena la brizna -dijo mientras se alejaba.
Entonces ella recuperó su alma y aflojó la tiesura de su cuello.
-Tú no vienes, Cirilo -dijo el señor Ramos-. Esta es una necedad de mi cuerpo que si a alguien le cuesta quiero que nada más sea a él. Si no regreso, dile a mi señora que todas las comidas que me dio en la vida fueron deliciosas ya mi hija Elena que no la busqué para darle un beso porque se lo quiero quedar a deber.
-Vaya bien -le dijo Cirilo.
La carreta empezó a moverse despacio, despacio abandonó el pueblo en tinieblas y se fue por un camino que debía ser tan estrecho como lo había imaginado la tía Elena cuando lo vio pintado con una sola línea. No había lugar ni a un lado ni a otro porque la carreta no se movía sino hacia adelante, sin que el caballo pudiera correr como lo hacía cuando ella lo guiaba por el camino grande.
Tardaron más de una hora en llegar, pero a ella se le hizo breve porque se quedó dormida. Despertó cuando la carreta casi dejó de andar y no se oía en el aire más que el murmullo de las eses con que su papá sosegaba al caballo. Sacó la cabeza para espiar en dónde estaban y vio frente a ella la parte de atrás de la enorme casa que añoró toda su vida. Ahí su padre detuvo la carreta, y se bajó. Ella lo vio temblar bajo la luna a medias. Al parecer, nadie vigilaba. Su papá caminó hasta una puerta en el muro y la abrió con una llave gigantesca. Luego desapareció. Entonces la tía Elena salió de entre la paja y fue tras él a meterse en la cava alumbrada por una linterna recién encendida.
-¿Te ayudo? -le dijo con su voz ronca. Tenía la cara somnolienta y el pelo lleno de brizna.
El horror que vio en los ojos de su padre no se le olvidaría jamás.
Por primera vez en su vida sintió miedo, a pesar de tenerlo cerca.
-A mí también me gusta el oporto -dijo sobreponiéndose a su propio temblor. Luego cogió dos botellas y fue a dejarlas en la paja de la carreta. Al volver se cruzó con su padre, que llevaba otras cuatro. Así estuvieron yendo y viniendo en el silencio hasta que la carreta quedó cargada y no hubo en ella lugar ni para un oporto de esos que ella aprendió a beber en las rodillas de aquel hombre prudente y fiel a sus hábitos, que esa noche la sorprendió con su locura.
Cargó dos botellas más y se las puso en las piernas para pagar su peaje. Luego arreó al caballo y la carreta se dirigió al camino angosto y escondido por el que habían llegado. Tardarían horas en volver, pero era un milagro que estuvieran a punto de irse sin que nadie los hubiera visto. Ni uno solo de los campesinos que ocupaban Arroyo Zarco vigilaba la parte de atrás.
-¿Se habrán ido? -preguntó la tía Elena a su padre y saltó de la carreta sin darle tiempo de asirla. Corrió a la casa, se pegó a la oscuridad de una pared y caminó junto a ella hasta darle la vuelta. Por fin topó contra una de las bancas que custodiaban el portón del frente. No había una luz en toda esa oscuridad. Ni una voz, ni un chillido, ni unos pasos, ni una sola ventana viva.
-¡No hay nadie! -gritó la tía Elena-. ¡No hay nadie! -repitió, apretando los puños y brincando.
Volvieron a buen paso por el camino grande. La tía Elena tarareaba
"Un viejo amor", con la nostalgia de una anciana. A los dieciocho años los amores de un día antes son ya viejos. Y a ella le habían pasado tantas cosas en esa noche, que de golpe sintió en sus amores un agujero imposible de remendar. ¿Quién le creería su aventura? Su novio del pueblo ni una palabra:
-Elena, por Dios, no cuentes barbaridades -le dijo alarmado, cuando escuchó la historia-. No están los tiempos para imaginerías. Entiendo que te duela dejar la hacienda, pero no desprestigies a tu papá contando historias que lo hacen parecer un borrachín irresponsable.
Lo había perdido ya bajo la despiadada luna del día anterior y ni siquiera trató de convencerlo. Una semana después, se trepó al tren en que su madre fue capaz de meter desde la sala Luis XV hasta diez gallinas, dos gallos y una vaca con su becerro. No llevaba más equipaje que el futuro y la temprana certidumbre de que el más cabal de los hombres tiene un tornillo flojo.

mujeres de ojos grandesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora