18

197 4 0
                                    

Un día el marido de la tía Magdalena le abrió la puerta a un propio que llevaba una carta dirigida a ella. Nunca habían tenido secretos y era tal la simbiosis de aquel matrimonio que ahí las cartas las abría uno aunque fueran dirigidas al otro. Nadie consideraba eso violación de la intimidad, menos aún falta de educación. Así que al recibir aquel sobre tan blanco, tan planchado, con el nombre de su mujer escrito por una letra contundente, lo abrió. El mensaje decía:


Magdalena:


Como siempre que hablamos del tema terminas llorando y te confundes en la locura de que nos quieres a los dos con la misma intensidad, he decidido no volver a verte. No creo imposible deshacerme de mi deseo por ti, alguna vez hay que despertar de los sueños. Estoy seguro de que tú no tendrás grandes problemas olvidándome. Acabar con este desorden nos hará bien a los dos. Vuelve al deber que elegiste y no llames ni pretendas convencerme de nada. Alejandro.


PD. Tienes razón, fue hermoso.


El marido de la tía Magdalena guardó la carta, le puso pegamento al sobre y lo dejó en la charola del correo junto con el recibo del teléfono y las cuentas del banco. Estaba furioso. La rabia le puso las orejas coloradas y los ojos húmedos. Entró a su despacho para que nadie lo viera, por más que no había nadie en la casa. Su mujer, las nanas y los niños, se habían ido al desfile del 5 de mayo para celebrar el recuerdo del día en que los "zacapoaxtlas le restaron prestigio a Napoleón".


Sentado en la silla frente a su escritorio, el hombre respiraba con violencia por la boca. Tenía las manos sobre la frente y los brazos alrededor de la cara. Si algo en la vida él quería y respetaba por encima de todo, eran el cuerpo y la sabiduría de su mujer. ¿Cómo podía alguien atreverse a escribirle de aquel modo? Magdalena era una reina, un tesoro, una diosa. Magdalena era un pan, un árbol, una espada. Era generosa, íntegra, valiente, perfecta. y si ella alguna vez le había dicho a alguien te quiero, ese alguien debió postrarse a sus pies. ¿Cómo era posible que la hiciera llorar?


Bebió un whisky y luego dos. Pegó contra el suelo con un palo de golf hasta desbaratarlo. Se metió veinte minutos bajo la regadera y al salir puso en el tocadiscos al Beethoven más desesperado y cuando su mujer y los niños entraron a la casa, dos horas después, estaba disimuladamente tranquilo.


Se habían asoleado, todos tenían las cabezas un poco desordenadas y las mejillas hirviendo. La tía Magdalena se quitó el sombrero y fue a sentarse junto a su marido.


-¿Te sirvo otro whisky? -dijo tras besarlo como a un hermano.


-Ya no, porque vamos a comer en casa de los Cobián y no me quiero emborrachar.


-¿Vamos a comer en casa de los Cobián? Nunca me dijiste.


-Te digo ahorita.


-"Te digo ahorita". Siempre me haces lo mismo.


-Y nunca te enojas, eres una esposa perfecta.


-Nunca me enojo, pero no soy una esposa perfecta.


-Sí eres una esposa perfecta. Y sí tráeme otro whisky.


La tía caminó hasta la botella y los hielos, sirvió el whisky, lo movió, quiso uno para ella. Cuando lo tuvo listo, volvió junto a su marido con un vaso en cada mano. De verdad era linda Magdalena. Era de esas mujeres bonitas que no necesitan nada para serlo más que levantarse en las mañanas y acostarse en las noches. De remate, la tía Magdalena se acostaba a otras horas llena de pasión y culpa, lo que en los últimos tiempos le había dado una firmeza de caminado y un temblor en los labios con los que su tipo de ángel ganó justo la pizca de maldad necesaria para parecer divina. Fue a sentarse a los pies de su marido y le contó los ires y devenires del desfile. Le dio la lista completa de quienes estaban en los palcos de la casa del círculo

mujeres de ojos grandesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora