Fátima Lapuente fue novia de José Limón durante diez años. Desde antes de que él se lo pidiera ella había comprometido su cuerpo lleno de luciérnagas con el hombre que se las había puesto en revuelo.
Todo empezó la noche de una fiesta en el campo. Desde el final de la tarde, prendieron una fogata enorme en el centro de la casa. Uno de esos patios que tienen las casas de cuatro lados, para abrir sobre ellos balcones y barandales ávidos de luz y temerosos del campo abierto. Alrededor de la lumbre se fueron sentando los invitados, después de padecer una corrida de toros.
José Limón tenía una guitarra. Empezó cantando la historia del jinete que vaga solo en busca de su amada y nada más eso necesitó la tía Fátima para prendarse de él. Nunca le habían gustado los tipos alegres, así que aquel colmo de penas la fascinó. Estaba sentada enfrente de su voz y lo veía moverse tras la lumbre, brincando:"Toda la vida quisiste, mi bien, con dos barajas jugar" cantó.
"No puedes jugar con una, mi bien, y quieres jugar con dos" - coreó Fátima y José dio la vuelta a la fogata para instalarse junto a ella.
La fiesta era en un rancho al que una vez al año estaban invitados todos los amigos de la familia Limón, con todos sus hijos y si era necesario sus padres, a celebrar el cumpleaños del viejo abuelo, que era un hombre de pistola y memoria precisas. Junto con su nieto José, era el único habitante del único rancho que la revolución reciente le dejó a su familia. Ese día el viejo y el nieto arreglaban camas en todos los cuartos y hasta en el establo dormían los más jóvenes, mezclados con los más borrachos.
La comida se ponía en el patio y los invitados comían con los dedos, arrancando la barbacoa de los animales que exhibían su muerte guisada entre pencas de maguey bajo la tierra. También había mole y chiles rellenos, nopales con cebolla, salsas de colores, pulque o curado de piña y apio. Las viejas hermanas Limón pasaban varios días haciendo galletitas de Santa Clara, turrón y dulce de leche, para quitar el sabor del chile y la sal antes de que la tarde, con peleas de gallos y corrida de toros, cayera eufórica y lenta entre sangre, tragos y maldiciones. Esa noche perdían los modales hasta los Caballeros
de Colón y en el desbarajuste se llegaba a permitir que las mujeres amanecieran cantando con algún hombre, sin que fuera preciso que se casaran al día siguiente.
Por eso José y Fátima pudieron ir a ver cómo paría una vaca que no respetó la noche de asueto. José y tres peones jalaron al becerro ante el infranqueable horror que Fátima sentía en la garganta. Todavía estaba oscuro cuando salieron del establo rumbo a la casa. Las estrellas se apretujaban en el cielo y ella se acurrucó en el abrazo de ese hombre arisco que la madrugada había convertido en un refugio cálido y persuasivo.
Quién sabe cuál habrá sido su preciso encanto. La tía Fátima nunca pudo explicarlo con claridad, pero supo siempre que lo de sus luciérnagas no tenía remedio y que el vértigo que le provocaban valía la pena de ver cómo sus amigas se casaban una y otra, tenían hijos, cosían y usaban las camas de sus recámaras llenas de encajes y cojines, sólo para intentar alguna vez el juego al que ella y Limón se entregaban, muchas tardes, en el catre desordenado que él tenía en la hacienda.
-José Limón es incasable -le decía su madre todo el día.
-Ya lo sé -contestaba ella todo el día.
La gente decía que era terco y distante, ensimismado, iracundo, egoísta y soberbio. Cuentan también que tenía un cuerpo fuerte y las manos muy grandes, que miraba como quien guarda un secreto y que siendo dueño de fábricas y tiendas se empeñaba en vivir atado a la obligación de cuidar la hacienda, consintiendo las locuras de su abuelo, como si la vida no le ofreciera caminos más cómodos y menos peligrosos.
Entonces los noviazgos eran largos, pero nunca del largo que alcanzó el de la tía Fátima. Después de los primeros dos años, tras la muerte del abuelo que parecía el único pretexto para no deshacerse del rancho y volver a la ciudad en busca de la vida en sosiego y la novia que lo esperaba desde hacía años, todo el mundo empezó a preguntarse y preguntar cuándo era la boda.
Sólo la tía Fátima supo siempre que no había para cuándo. Que Limón era inasible, que no le pondría nunca una casa ni a ella ni a nadie, que tenía otro pleito en la vida, que ni siquiera debía lamentar haberlo querido sin vueltas desde el principio, porque de no ser así no hubiera sido nunca. Con él hacerse del rogar habría sido inútil, quizá la pérdida de todo lo que les pasaba. Porque les pasaban cosas a ellos dos juntos. Cosas que no tenían nada que ver ni con la paz ni con la cordura a la que otros aspiraban, sino con la guerra que hace a unos cuantos solitarios y desasosegados.
Llevaban diez años de escandalizar con su eterno noviazgo, cuando a José Limón lo mataron los agraristas. Al menos eso se dijo en la ciudad. Que habían sido los agraristas y nadie más que los agraristas que lo odiaban porque tenía la hacienda dividida entre los nombres de todos sus parientes.
-No fueron los agraristas dijo la tía Fátima con firmeza, antes de ir a besar el cadáver que aún nadie había movido del piso. Se hincó junto a él, acariciándolo con una mano y apoyando la otra en la humedad de los ladrillos. Lo alzó sin ayuda de nadie, como si estuviera acostumbrada al peso de aquel cuerpo enorme. Lo peinó, le cerró los ojos, le acarició mucho rato las mejillas heladas. Pidió a los peones que cavaran un hoyo abajo del fresno, junto a la casa. Mandó comprar un petate para envolver su tesoro, y lo veló como si fuera un indio, rodeado de velas y lágrimas, durante toda la noche.
Al día siguiente caminó frente a los amigos que lo cargaron y lo echaron a la tierra oscura, como si las órdenes de la novia fueran las de una viuda con todos los derechos. Nadie: ni los hermanos, ni los tíos, ni siquiera la madre, pudo intervenir en el orden de tal ceremonia.
Más tarde la tía Fátima escribió en su diario:
"Hoy enterramos el cadáver de José, llorando y llorando, como si su muerte fuera posible. Para mañana sabremos que él nunca ha estado más vivo, y que jamás podrá morirse antes que yo. Porque no alcanzaría la tierra para cubrir la luz de su cuerpo a media tarde, ni el peor viento para acallar su voz hablando bajo. José me pertenece. Me atravesó la vida con su vida y no habrá quién me lo quite de los ojos y el alma. Aunque se pretenda muerto. Nadie puede matar la parte de sí que ha hecho vivir en los otros".
Nunca se casó. A nadie quiso y a nadie se le ocurrió intentar quererla. A los niños les parecía encantadora y extraña. No tenía hijos, no tomaba partido en los pleitos, nunca la oyeron gritar ni carcajearse. Jamás la vieron llorar ni en la iglesia, ni en los entierros, ni en el teatro, ni en la Navidad. En cambio la oyeron cantar con frecuencia. Durante las tardes de mayo llevaban a los niños a ofrecer flores y la tía Fátima cantaba desde el coro con su voz intensa y triste. Lo que hubiera sido un ritual de medio tono, hecho de niños en fila que le pegan con la flor al de adelante, se convertía con su canto en una ceremonia para privilegiados. Aún ahora, al evocar su voz, las luciérnagas de otros cuerpos se revuelven.
Cuando murió la tía Fátima, cincuenta años más tarde que José Limón, la enterraron bajo el mismo fresno que a él. La noche del día en que se acostó para morirse escribió en su diario:
"Creo que el amor, como la eternidad, es una ambición. Una hermosa ambición de los humanos".

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mujeres de ojos grandes
Fiction HistoriqueA las mujeres que protagonizan estos relatos el mundo les había reservado una felicidad circunscrita a las paredes de su casa. Pero más allá de la dedicación a su marido, la cocina y los niños, siguen latiendo sus singulares personalidades. Llegado...