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El novio de Clemencia Ortega no supo el frasco de locura y pasiones que estaba destapando aquella noche. Lo tomó como a


la mermelada y lo abrió, pero de ahí para adelante su vida toda, su tranquilo ir y venir por el mundo, con su traje inglés o su raqueta de frontón, se llenó de aquel perfume, de aquel brebaje atroz, de aquel veneno.


Era bonita la tía Clemencia, pero abajo de los rizos morenos tenía pensamientos y eso a la larga resultó un problema. Porque a la corta habían sido sus pensamientos y no sólo sus antojos los que la llevaron sin dificultad a la cama clandestina que compartió con su novio.


En aquellos tiempos, las niñas poblanas bien educadas no sólo no se acostaban con sus novios sino que a los novios no se les ocurría siquiera sugerir la posibilidad. Fue la tía Clemencia la que desabrochó su corpiño, cuando de tanto sobarse a escondidas sintió que sus pezones estaban puntiagudos como dos pirinolas. Fue ella la que metió sus manos bajo el pantalón hasta la cueva donde guardan los hombres la mascota que llevan a todas partes, el animal que le prestan a uno cuando se les pega la gana, y que luego se llevan, indiferente y sosegado, como si nunca nos hubiera visto. Fue ella, sin que nadie la obligara, la que acercó sus manos al aliento irregular de aquel pingo, la que lo quiso ver, la tentona.


Así que el novio no sintió nunca la vergüenza de los que abusan, ni el deber de los que prometen. Hicieron el amor en la despensa mientras la atención de todo el mundo se detenía en la prima de la tía Clemencia, que esa mañana se había vestido de novia para casarse como Dios manda. La despensa estaba oscura y en silencio al terminar el banquete. Olía a especias y nuez, a chocolate de Oaxaca y chile ancho, a vainilla y aceitunas, a panela y bacalao. La música se oía lejos, entrecortada por el griterío que pedía que se besaran los novios, que el ramo fuera para una pobre fea, que bailaran los suegros. A la tía Clemencia le pareció que no podía haber mejor sitio en el mundo para lo que había elegido tener aquella tarde. Hicieron el amor sin echar juramentos, sin piruetas, sin la pesada responsabilidad de saberse mirados. y fueron lo que se llama felices, durante un rato.


-Tienes orégano en el pelo -le dijo su madre cuando la vio pasar bailando cerca de la mesa en la que ella y el papá de Clemencia llevaban sentados cinco horas y media.


-Debe ser del ramo que cayó en mi cabeza.


-No vi que te tocara el ramo -dijo su madre-. No te vi siquiera cuando aventaron el ramo. Te estuve gritando.


-Me tocó otro ramo -contestó Clemencia con la soltura de una niña tramposa.


Su mamá estaba acostumbrada a ese tipo de respuestas. Aunque le sonaban del todo desatinadas, las achacaba al desorden mental que le quedó a su niña tras las calenturas de un fuerte sarampión. Sabía también que lo mejor en esos casos era no preguntar más, para evitar caer en un embrollo. Se limitó a discurrir que el orégano era una hierba preciosa, a la que se le había hecho poca justicia en la cocina.


-A nadie se le ha ocurrido usarlo en postres -dijo, en voz alta, para terminar su reflexión.


-Qué bonito baila Clemencia -le comentó su vecina de asiento y se pusieron a platicar.


Cuando el novio al que se había regalado en la despensa quiso casarse con la tía Clemencia, ella le contestó que eso era imposible. Y se lo dijo con tanta seriedad que él pensó que estaba resentida porque en lugar de pedírselo antes se había esperado un año de perfúmenes furtivos, durante el cual afianzó bien el negocio de las panaderías hasta tener una cadena de seis con pan blanco y pan dulce, y dos más con pasteles y gelatinas.


Pero no era por eso que la tía Clemencia se negaba, sino por todas las razones que con él no había tenido nunca ni tiempo ni necesidad de explicar.

mujeres de ojos grandesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora