Con la vista perdida en el patio, un día de lluvia como tantos otros, la tía Fernanda dio por fin con la causa exacta de su extravío: era la cadencia. Eso era, porque todo lo demás lo tenía del lado donde debía tenerlo. Pero fue la maldita cadencia lo que la sacó de quicio. La cadencia, esa indescifrable nimiedad que hace que alguien camine de cierto modo, hable en cierto tono, mire con cierta pausa, acaricie con cierta exactitud.
Si hubiera tenido un cinco de cerebro para intuir ese lío, no hubiera entrado en él. Pero quién sabía en dónde había puesto la cabeza aquella vez, ni de dónde había sacado su papá aquello de que por encima de todo el hombre es un ser racional. O sería que al decir hombre, no quería decir mujer.
Vivía alterada porque nunca esperó tal disturbio. Alguna vez había ensoñado con cosas que no eran la paz de sus treinta paredes y su cama de plumas, pero nunca se dio tiempo para seguir tan horrorosas ideas. Tenía mucho quehacer y cuando no lo tenía, se lo inventaba.
Tenía que enseñar catecismo a los niños pobres y costura a sus pobres mamás, tenía que organizar la colecta de la Cruz Roja y bailar en los bailes de caridad, tenía que bordar servilletas para cuando sus hijas crecieran y se casaran y mientras se casaban, tenía que hacerles los disfraces de fantasía con los que asistir a las fiestas del colegio. Tenía que llevar al niño a buscar ajolotes en las tardes, hacer la tarea de aritmética y saberse reprobada cuando hacían la de inglés. Además, tenía juego de bridge con unas amigas y encuentros de lectura con otras. Por si fuera poco, hacía el postre de todas las comidas y cuidaba que a la sopa no le faltara vino blanco, la carne no se dorara demasiado, el arroz se esponjara sin pegarse, las salsas no picaran ni mucho ni poco y los quesos fueran servidos junto a las uvas. Por ese tiempo, los maridos comían en sus hogares y luego dormían la siesta para que la eternidad del día no les pesara a media tarde. Por ese tiempo, en las casas había desayunos sin prisa y delicias nocturnas como el pan dulce y el café con leche.
Lograr que todas esas cosas sucedieran sin confusión, y ser de paso una mujer bienhumorada, era algo que cualquier marido tenía derecho a esperar de su señora. Así que la tía Fernanda ni siquiera pensaba en sentirse heroica. Tenía con ella la protección, la risa y los placeres suficientes. Con frecuencia, viendo dormir a sus hijos y leer a su marido, hasta le pareció que le sobraban bendiciones.
¡Cómo iba a querer algo más que ese tranquilo bienestar! De ninguna manera. A ella, la cadencia le había caído del cielo. ¿O del infierno? Se preguntaba furiosa con aquel desorden.
Pasaba toda la misa de nueve discutiendo con Dios aquel desastre. No era justo. Tanta prima solterona y ella con un desbarajuste en todo el cuerpo. Nunca pedía perdón. ¿Que culpa tenía ella de que a la Divina Providencia se le hubiera ocurrido exagerar su infinita misericordia? No necesitaba otro castigo. No tenía miedo de nada, lo que le estaba pasando era ya su penitencia y su otro mundo. Estaba segura de que al morirse no tendría fuerzas para ningún tipo de vida, menos la eterna.
Sus encuentros con la cadencia la dejaban extenuada. Era tan complicado quererse en los sótanos y las azoteas, dar con lugares oscuros y recovecos solitarios en esa ciudad tan llena de oscuridades y recovecos que nunca eran casuales. ¿Cómo saber si eran seguras las escaleras de una iglesia o el piso de una cava cuando ahí a cualquier hora era posible que alguien tuviera el antojo de emborracharse o llamar a un rosario?
Estaban siempre en peligro, siempre perdiéndose. Primero de los demás, luego de ellos. Cuando se despedían, ella respiraba segura de que no querría volver a verlo, de que se le había gastado toda la necesidad, de que nada era mejor que regresar a su casa dispuesta a querer a los demás con toda la vehemencia que la locura aquella le dejaba por dentro. Y volvía a su casa tolerante, incapaz de educar a los niños en la costumbre de lavarse los dientes, dispuesta a decirles cuentos y canciones hasta que entraran en la paz del ángel de la guarda. Volvía a su casa iluminada, iluminada se metía en la cama, y todo, hasta el deseo de su marido, se iluminaba con ella.
-Es que el cariño no se gasta -pensaba-. ¿Quién habrá inventado que se gasta el cariño?
Nunca fue tan generosa como en ese tiempo. En ese tiempo se quedó con los dos niños que le dejó su cocinera para irse tras su propia cadencia, en ese tiempo su amiga Carmen enfermó de tristeza y fue a dar a un manicomio del que ella la sacó para cuidarla primero y curarla después. En ese tiempo fue cuando su prima Julieta tuvo la peregrina y aterradora idea de salvar a la patria, guerreando en las montañas. También de los hijos de la prima Julieta se hizo cargo la tía Fernanda.
-Estamos dividiéndonos el trabajo -decía, cuando alguien intentaba criticar a Julieta, la clandestina.
Le daba tiempo de todo. Hasta de oir a su marido planear otro negocio y hacer el dictamen cotidiano del devastador estado en que se encontraba el irresponsable, abusivo y corrupto gobierno de la república.
-Primer error: ser república -decía él-. En lugar de haber agradecido la sabiduría del emperador Iturbide y guardarse para siempre como un imperio floreciente.
-Sí, mi vida -sabía contestar la tía con voz de ángel. No iba a discutir ella de política cuando la vida la tenía ocupada en asuntos mucho más importantes.
Poco a poco se había acostumbrado al desbarajuste. Resumió la misa diaria en la de los domingos, liberó a los niños del catecismo y le dejó a su hermana la responsabilidad de la clase de costura. Dedicó las tardes a los nueve hijos que había juntado su delirio y las demás obligaciones, incluída la de encontrar buen vino y escalar azoteas, le cupieron perfecto en cada jornada.
Quién lo diría: ella que tanto le temió al desorden, le estaba agradecida como al sol. Hasta en el cuerpo se le notaba la generosidad del caos en que vivía.
-¿Qué te echas en la cara? -le preguntó su hermana, cuando se encontraron en casa de su padre.
-Confusión -le respondió la tía Fernanda, riéndose.
-Ten cuidado con las dosis -dijo su papá, chupando el cigarro como si no tuviera cáncer. Era un hombre risueño, era el mejor cobijo.
-No siempre dependen de mí-respondió, abrazándolo.
Y de veras no dependían de ella. Cuando el dueño de la cadencia tuvo a bien desaparecer, la sobredosis de confusión estuvo apunto de matarla. Un buen día, el señor entró en la curva del desapego y pasó como vértigo de la adicción al desencanto, de la necesidad al abandono, de conocerla como la palma de su mano a olvidarla como a la palma de su mano. Entonces aquel desorden perdió su lógica, y la vida de la pobre tía Fernanda cayó en el espantoso caos de los días sin huella. Uno tras otro se amontonaban sobre el catarro más largo que haya padecido mujer alguna. Pasaba horas con la cabeza bajo la almohada, llorando como si tosiera, sonándose y maldiciendo como un borracho. Gracias al ciclo, a su marido le dio entonces por fundar un partido democrático para oponerse al insolente PNR, un partido digno de gente como él y sus atribulados y decentísimos amigos. No se le ocurrió, por lo tanto, investigar demasiado en los males de su señora, a la que de cualquier modo hacía rato que veía enloquecer como a un mapache. El comprobaba así la teoría que su padre y su abuelo, ardientes lectores de Schopenhauer, habían encontrado en él con toda claridad, las causas y certidumbres filosóficas de la falta de cerebro en las mujeres.
Todo esto lo pensaba mientras su casa, regida todavía por la inercia de los tiempos en que la tía Fernanda vivía encendida y febril, caminaba sin tropiezos. Siempre había toallas en los toalleros y botones en sus camisas, café de Veracruz en su desayuno y puros cubanos en el cajón de su escritorio. Los niños tenían uniformes nuevos y libros recién forrados. La cocinera, la recamarera, la nana, el mozo, el chofer y el jardinero, tenían recién limadas todas las asperezas que hace crecer la convivencia, y hasta Felipita, la vieja encorvada que seguía sintiéndose nana de la tía, estaba entretenida con la dulzura de las confidencias que ella le iba haciendo.
Pasó así más de un mes. Su cuarto olía a encierro y a belladona, ella a sal y cebo. Los ojos le habían crecido como sapos y en la frente le habían salido cuatro arrugas. Los niños empezaron a estar hartos de hacer lo que se les pegaba la gana, la cocinera se peleó a muerte con el chofer, su marido acabó de fundar el partido y empezaron a urgirle conversación y cama tempranera. El director de la Cruz Roja llamó para pedir auxilio económico, su hermana quería dejar un tiempo las clases de costura y como si no bastara su papá le mandó decir que los enfermos de cáncer terminan por morirse, y que luego lo extrañaría más que a cualquiera. Todo esto puso a la tía Fernanda a llorar con la misma fiereza que el primer día. Doce horas seguidas pasó entre mocos y lágrimas. Como a las siete de la noche, Felipita le preparó un té de azar, tila y valeriana con dosis para casos extremos, y la puso a dormir hasta que la Divina Providencia le tuvo piedad.
Una mañana, la tía Fernanda abrió los ojos y la sorprendió el alivio. Había dormido noches sin apretar los dientes, sin soñar peces muertos, sin ahogarse. Tenía los ojos secos y ganas de hacer pipí, correctamente, por primera vez en mucho tiempo. Estuvo media hora bañándose y al salir con el pelo mojado y la piel lustrosa vio su cara en el espejo y se hizo un guiño. Después, bajó a desayunar con su familia que del gusto tuvo a bien perdonarle que el pan supiera rancio porque el chofer había cambiado de panadería con tal de no ir a la que le ordenó la cocinera, que quién era para mandarlo.
Al terminar el trajín mañanero, la tía Fernanda se fue a misa como en los buenos tiempos.
-Me vas a deber vida eterna -le dijo a la Santísima Trinidad.
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mujeres de ojos grandes
Historical FictionA las mujeres que protagonizan estos relatos el mundo les había reservado una felicidad circunscrita a las paredes de su casa. Pero más allá de la dedicación a su marido, la cocina y los niños, siguen latiendo sus singulares personalidades. Llegado...