El amante de la tía Teresa era un hombre de maneras suaves y ojos férreos. Alternaba el uso de una y de otros según lo necesitara la situación.
Era correcto como el mediodía o desatado como el mar en la noche. Tenía un sonrisa blanca y cautivadora que casi nunca hacía juego con sus ojos. Los ojos los ponía en otra parte, porque estaban pensando en otras cosas. Sólo de vez en cuando se unían a la claridad de su gesto y entonces era irresistible.
Al menos eso creía la tía Teresa, que fue juntando con avaricia cada una de estas magníficas alianzas, cada atisbo de cercanía, para después contemplarlos como grandes tesoros: el momento precario en que había dicho su nombre con necesidad, la frase suelta que habló de un hijo mutuo, la desesperación con que quiso tocarla una noche de lluvia, el ansia con que la besó después de un viaje.
Cien noches intentó descifrarlo. Parecía inasible. Quién sabe, a la mejor alguna vez lo tuvo completo y no se dio cuenta, bendito habría sido Dios si ella lo hubiera sabido a los ochenta años, cuando deliraba buscando llaves y corbatas por toda la casa.
Se veían en un sitio escondido por donde entonces estaba el fin de la ciudad. La tía Teresa Gaudín Lerdo era una de las cinco mujeres que tenían y manejaban un coche en Puebla. Así que al cruzar el puente de la carretera a Cholula, dentro de sí les pedía disculpas a las otras cuatro por estar arriesgando el buen nombre de las cinco.
Su amante se llamaba Ignacio Lagos y tenía un Packard con su correspondiente chofer, en el que viajaba revisando papeles.
La tía Teresa no pudo olvidar el resto de su vida el temblor con que se bajaba de su Chrysler azul para entrar al cuarto de la colonia Resurrección. Era miedosa como buena Gaudín y desaforada como buena Lerdo. Iba a encontrarse con el hombre de sus obsesiones, muerta de pavor y fingiendo aplomo. Cuando la puerta se abría y atrás estaba él dispuesto a cederle la mirada y la boca al mismo tiempo, todos los riesgos dejaban de serlo y el mundo era un escarabajo hasta que ambos se hubieran reclamado sus ausencias, su desconfianza, su odio, su pedregoso amor de veinte suelas.
Después, cuando ella apenas empezaba a cobijarse en su abandono, él decidía correr porque ya era tarde. Había que alcanzar al eterno enemigo agazapado en la cabeza de otros que es el tiempo. Pero Teresa se quedaba en la cama mientras él, bajo cualquier clima, se daba un baño que a ella la hacía sentirse podrida por dentro. Cuando reaparecía brillante y perfumado, la tía Teresa brincaba de la cama a recoger la ropa que había ido tirando por todo el cuarto y se vestía de prisa, sintiendo sobre sí la mirada, otra vez ajena, de aquel señor.
Salían a la calle tratando de fingir que nunca se habían visto. El tenía las llaves del lugar, con ellas deshacía las siete vueltas del cerrojo y dejaba que ella saliera dando unos pasos lentos que a esas horas lo desesperaban. Dos minutos después él salía, cerraba y se metía en su automóvil con la rapidez de un fugitivo.
Una noche perdieron las llaves.
-Tú las tienes -dijo él viendo las que ella mecía en sus manos.
-Estas son las de mi coche -explicó moviéndolas frente a sus ojos
Era tan guapo Ignacio jugueteando la corbata entre las manos, con su gesto de eficiencia perturbada, que la tía Teresa hubiera empezado todo otra vez.
-¿Entonces dónde están? Guárdame esto -dijo Ignacio, poniendo sobre los hombros de la tía Teresa la corbata que le estorbaba entre las manos. Era una corbata de seda azul que ella sintió alrededor de su cuello como un abrazo en mitad de la calle.
Con las manos desocupadas, Ignacio hurgó de prisa en las bolsas de su pantalón y entre las sábanas revueltas. Encontró las llaves que había tirado ahí al llegar, cuando no le importaba otro futuro que el ferviente cobijo de Teresa. La hizo salir. Su coche acudió dócil como un caballo a la disposición de su amo. Con la mano hizo un adiós silencioso y quedó a resguardo mientras la tía caminaba hasta su Chrysler, pasando por la oscuridad con el terror de siempre. Ni el luminoso recuerdo del cielo en las mañanas, que se ponía en la cabeza para ese momento, le quitó el miedo. Temblaba. La fiesta había terminado y ella no se atrevía a tararear una canción. Aún veía lejos su coche cuando oyó una voz tras ella. Una voz de metal llamándola. Fingió que no la oía. Hasta el último resquicio de su cuerpo, todavía enfebrecido, se arrepintió de estar ahí.
-Me puede matar -pensó-. Pero esto me pasa por necia.
La abrumó la visión de su cuerpo tirado a media calle: inerte, despojado, frío. Nunca tuvo más frío que cuando imaginó aquel frío. Su coche estaba a tres pasos eternos, la voz seguía llamándola. Sintió unas manos apoyarse sobre sus hombros. Un vómito de horror le subió a la garganta:
-Mi corbata, querida -dijo la voz de Ignacio a sus espaldas- Te llevabas mi corbata.
Jaló la corbata sin cuidado y la tía Teresa la sintió correr como un látigo sobre su cuello. Luego, sin decir ni darse cuenta de más, Ignacio Lagos volvió al auto detenido enfrente, y se fue.
La tía Teresa llegó a su coche tiritando, como si estuviera desnuda. Manejó hacia la ciudad, cruzó el puente, entró a su casa. No hubo aquella noche soledad más grande que la suya.
Nunca volvió a encontrarse con Ignacio Lagos. Muchos años después, cuando la cordura se desvaneció en su inquieta cabeza envejecida, empezó a soñar con la colonia Resurrección, con los ojos y la inclemente boca de aquel amor empedernido. Le dio entonces por buscar llaves entre las sábanas de toda la casa, y no había ropero que no hurgaran sus desesperadas manos en pos de una corbata. Las hijas acordaron ponerle cerca llaveros y corbatas viejas, y quienes iban a visitarla sabían que no podían llevarle mejor regalo que un atado de llaves y una corbata de seda clara.
-Ahora sí, señor -decía la anciana tía Teresa, desvariando, con las dos cosas en la mano-. Ahora sí ya podemos irnos juntos.
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mujeres de ojos grandes
Historical FictionA las mujeres que protagonizan estos relatos el mundo les había reservado una felicidad circunscrita a las paredes de su casa. Pero más allá de la dedicación a su marido, la cocina y los niños, siguen latiendo sus singulares personalidades. Llegado...