Al final de su vida cultivaba violetas. Tenía un cuarto luminoso que fue llenando de flores. Llegó a crecer las más extravagantes y le gustaba regalarlas para que todo el mundo tuviera en su casa el inquebrantable aroma de Concha Esparza.
Murió rodeada de parientes sin consuelo, metida en su bata de seda azul brillante, con los labios pintados y un enorme disgusto porque la vida no quiso darle más de ochenta y cinco años.
Nadie sabe cómo no estaba cansada de vivir, había trabajado como un arriero durante casi toda su existencia. Pero algo tenían las generaciones de antes que aguantaban más. Como todas las cosas de antes, como los autos, los relojes, las lámparas, las sillas, los platos y los sartenes de antes.
Concepción Esparza tuvo, igual que todas sus hermanas, las piernas flacas, grandes los pechos y una sonrisa inclemente para mirar y mirarse, una absoluta incredulidad en los santos de yeso y una fe ciega en los espíritus y sus chocarrerías.
Era hija de un médico que participó en la revolución de Tuxtepec, fue diputado federal en 1882 y se unió al antirreleccionismo en 1908. Un hombre sabio y fascinante que le permeó la vida con su gusto por la música y las causas difíciles.
Pero como al destino le gusta emparejar sus dones, a Concha le sobró padre pero le faltó marido. Se casó con un hombre de apellido Hiniesta cuyo único defecto era parecerse tanto a sus hijos que ella tuvo que tratarlo siempre como a un niño más. No era muy apto para ganar dinero y la idea de que los hombres mantienen a su familia, tan común en los años treinta, no le regía la existencia. Conseguir la comida, tener casa y cobijas en las camas, pagar el colegio de los niños, vestirlos y otras nimiedades fueron siempre asunto de Concha su mujer. Mientras, él inventaba cómo hacer grandes negocios que nunca se hacían. Para cerrar uno de estos negocios fue que se le ocurrió dar un cheque sin fondos por tal cantidad que le dictaron orden de aprehensión y la policía se presentó a buscarlo en su casa.
Cuando Concha supo de qué se trataba dijo lo primero que se le ocurrió:
-Lo que pasa es que este hombre está loco. Perdido de loco está.
Con ese argumento lo acompañó al juzgado, con ese argumento le impidió intentar una defensa que lo hubiera hundido por completo y con ese argumento evitó que lo metieran a la cárcel. A cambio de tan horrible destino, con ese argumento Concha Esparza organizó que su marido fuera a dar a un manicomio cercano a la pirámide de Cholula. Era un lugar tranquilo, vigilado por frailes, en las faldas del cerro.
Agradecidos con las visitas médicas del padre de Concha, los frailes aceptaron ahí al señor Hiniesta mientras se olvidaba el asunto del cheque. Claro está que Concha debía pagar cada mes el mantenimiento de aquel cuerdo entre los impávidos muros del manicomio.
Seis meses hizo ella el esfuerzo de costear la estancia. Cuando sus finanzas no pudieron más decidió recoger a su marido tras conseguir la anuencia pública para hacerse cargo de él y sus desatinos.
Un domingo fue a buscarlo a Cholula. Lo encontró desayunando entre los frailes a los que hacía reír con la historia de un marinero que se tatuó una sirena en la calva.
-A usted padre no le quedaría mal una -le decía al más sonriente.
Mientras conversaba el señor Hiniesta vio acercarse a su mujer por el corredor que conducía al refectorio. Siguió hablando y riendo durante todo el tiempo que la tía Concha empleó en llegar hasta la mesa en que él y los frailes departían con ese regocijo infantil que sólo tienen los hombres cuando se saben rodeados de hombres.
Como si no conociera las reglas de tal privacía Concha Esparza caminó alrededor de la mesa haciendo sonar los zapatos de tacón alto que sólo sacaba del ropero en ocasiones a su juicio memorables. Cuando estuvo frente a su marido saludó al grupo con una sonrisa.
-¿Y tú qué andas haciendo por aquí? -le preguntó el señor Hiniesta más incómodo que sorprendido.
-Vine a recogerte -le respondió tía Concha hablándole como se les habla a los niños a la hora de recogerlos en la escuela, jugando a entregarles el tesoro de su libertad a cambio de un abrazo.
-¿Por qué? -dijo Hiniesta mortificado-. Aquí estoy seguro. No conviene que salga de aquí. Además la paso bien. Se respira un aire de jardines y paz que le va de maravilla a mi espíritu.
-¿Qué? -preguntó Concha Esparza.
-Lo que te digo, de momento no estoy mal aquí. No te preocupes. Tengo buena amistad con los cuerdos y no la llevo mal con los locos. Algunos tienen ratos de excepcional inspiración, otros son excelentes interlocutores. Me está cayendo bien el descanso porque en este lugar hasta los que gritan hacen menos ruido que tus hijos -dijo como si él no tuviera nada que ver con la existencia de tales hijos.
-Hiniesta ¿qué voy a hacer con tigo ? -le preguntó al aire Concha Esparza. Después dio la vuelta y caminó hasta la reja de salida.
-Por favor, padre, explíquele usted -le dijo al fraile que la acompañaba-, que sus vacaciones cuestan, y que yo no le voy apagar un día más.
Adivinar qué le habrá explicado el padre aquel al señor Hiniesta, el caso fue que el lunes en la mañana el cerrojo de la casa de tía Concha sonó lento como lo hacía sonar la calma con que lo empujaba su marido.
-Ya vine, madre -dijo Hiniesta con una tristeza de velorio.
-Qué bueno, hijo -le contestó su mujer sin mostrar asombro-. Te está esperando el señor Benítez.
-Para proponerme un negocio -dijo él y recuperó la viveza de su voz-. Verás, verás qué negocio, Concha. Ahora vas a ver.
-Así era ese hombre -comentaba la tía muchos años después-. Toda la vida fue así.
Para entonces ya la casa de huéspedes de la tía Concha había sido un éxito y le había dejado los ahorros con los que puso un restaurant que después le dejó tiempo para comerciar con bienes raíces y hasta le dio la oportunidad de comprarse un terreno en Polanco y otro en Acapulco.
Cuando sus hijos crecieron y tras la muerte del señor Hiniesta, ella aprendió a pintar las olas de "La Quebrada" y a comunicarse con el espíritu de su padre. Poca gente ha sido tan feliz como ella entonces.
Por eso la enojó tanto la vida, yéndose cuando apenas empezaba a gozarla.FIN

ESTÁS LEYENDO
mujeres de ojos grandes
Historical FictionA las mujeres que protagonizan estos relatos el mundo les había reservado una felicidad circunscrita a las paredes de su casa. Pero más allá de la dedicación a su marido, la cocina y los niños, siguen latiendo sus singulares personalidades. Llegado...