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Tía Pilar y tía Marta se encontraron una tarde varios años, hijos y hombres después de terminar la escuela primaria. Y se pusieron a conversar como si el día anterior les hubieran dado el último diploma de niñas aplicadas.


La misma gente les había trasmitido las mismas manías, el mismo valor, los mismos miedos. Cada una a su modo había hecho con todo eso algo distinto. Las dos de sólo verse descubrieron el tamaño de su valor y la calidad de sus manías, dieron todo eso por sabido y entraron a contarse lo que habían hecho con sus miedos.


La tía Pilar tenía los mismos ojos transparentes con que miraba el mundo a los once años, pero la tía Marta encontró en ellos el ímpetu que dura hasta la muerte en la mirada de quienes han pasado por un montón de líos y no se han detenido a llorar una pena sin buscarle remedio.


Pensó que su amiga era preciosa y se lo dijo. Se lo dijo por si no lo había oído suficiente, por las veces en que lo había dudado y porque era cierto. Después se acomodó en el sillón, agradecida porque las mujeres tienen el privilegio de elogiarse sin escandalizar. Le provocaba una ternura del diablo aquella mujer con tres niños y dos maridos que había convertido su cocina en empresa para librarse de los maridos y quedarse con los niños, aquella señora de casi cuarenta años que ella no podía dejar de ver como a una niña de doce: su amiga Pilar Cid.


-¿Todavía operan lagartijas tus hermanos? -preguntó Marta Weber. Se había dedicado a cantar. Tenía una voz irónica y ardiente con la que se hizo de fama en la radio y dolores en la cabeza. Cantar había sido siempre su descanso y su juego. Cuando lo convirtió en trabajo, empezó a dolerle todo.


Se lo contó a su amiga Pilar. Le contó también cuánto quería aun señor y cuánto a otro, cuánto a sus hijos, cuánto a su destino.


Entonces la tía Pilar miró su pelo en desorden, sus ojos como recién asombrados, y le hizo un cariño en la cabeza:


-No tienes idea del bien que me haces. Temí que me abrumaras con el júbilo del poder y la gloria. ¿Te imaginas? Lo aburrido que hubiera sido


Se abrazaron. Tía Marta sintió el olor de los doce años entre su cuerpo.


mujeres de ojos grandesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora