Junto a casa de la tía Cecilia se murió una viejita. La tía vio salir su caja de aquel caserón de piedra tan parecido al de ella, y la recordó conversando con sus gatos y podrida en mugre como había vivido los últimos años. Se rascaba la cabeza que alguna vez peinó unos rizos claros, aún brillantes en los retratos sepia de la sala.
Iba y venía por su casa, en la que se apretujaban los tibores chinos y los cristales de bacará, las pinturas virreinales, los santos lacerados, las lámparas de cristales azules, los candiles franceses, las sillitas doradas y los sillones de asientos tiesos y brazos angostos, las vitrinas hartas de porcelanas, las mil carpetitas tejidas por su aburrida juventud, las alfombras persas, las chinas, las camas de latón con sus colchones de plumas oliendo a polvo de tres generaciones, los roperos de madera labrada, las cómodas de Bull y las mesas de incrustaciones, las sillas de mimbre austriaco y el corredor con sus vitrales, la gran colección de relojes acomodada en la sala para marcar el tiempo con campanas de todos los tiempos.
Ahí, frente a los relojes, pasaba muchas horas. Ahí la encontraba la tía Cecilia con más frecuencia que en ningún otro sitio, y ahí se quedaba a platicar con ella de las cosas que le iban pasando por la cabeza y que la hacían la colección de historias más atractiva que la tía Cecilia había oído en su vida. Eran historias que muchas veces no tenían fin, que empezaban narrando el espantoso trato que le daba la cocinera a su servicio y terminaban describiendo la hermosura del emperador Maximiliano o la idiotez de un novio que llamó vejestorio a una pintura de Adán y Eva, colgada entre los cuadros de la antesala para disimular su condición de tesoro del siglo XVI, quizá uno de los primeros cuadros que se pintaron en la Nueva España.
Eran historias que hablaban de cosas que ella no había oído jamás entre los sanos miembros de su familia. A la tía le gustaba oir una que ponía a la viejita roja de furia: la del hermano descarriado que se metió con una piruja con la que engendró tres hijas a las que ella no había visto ni quería ver jamás.
Hablaba la viejita de su hermano alto, muy guapo, que cometió la barbaridad de meterse con una de la calle a la que por supuesto no llevó a su casa. El hermano había muerto arrepentido de su perdición y preso de los espantosos dolores con que Dios apenas lo castigó por su descarrío.
Ella no hubiera permitido jamás que una mala pasión la perturbara. Las malas pasiones se quitan con agua fría, con un cordón apretado a las piernas durante la misa de madrugada y en el mejor de los casos -reía la vieja con sus dos dientes- con una sopa de pescado y un vaso de ostiones frescos antes del desayuno:
-Queda una asqueada de todo.
La mamá de la tía Cecilia consideraba que la viejita era un olvido del diablo sobre la tierra y le tenía prohibidas las visitas a su casa. Alguna vez la tía Cecilia trató de convencerla describiéndole lo abandonada y purulenta que estaba, pero no suscitó en su madre ni un ápice de compasión.
-Apenas lo que se merece -dijo sólo su madre, mujer piadosa y caritativa como pocas.
De todos modos la tía Cecilia aprovechaba cualquier oportunidad para escaparse a casa de la viejita y recorrerla, metiendo la nariz bajo las camas, tratando de saber qué habría guardado en los roperos para que valiera la pena sentarse a cuidarlos tanto. Nunca pudo saberlo, pero la viejita vivía para ese cuidado. De tanta mugre, tanta pena y tantas cosas se murió por fin a los 97 años.
Por una puerta salieron sus polvorientos huesos y por la misma entraron las hijas del hermano con sus maridos, sus hijos y sus nietos, a sacar todo para venderlo en veinticuatro horas a los anticuarios de todas partes.
-La culpa la tuvo ella -dijo la mamá de la tía Cecilia y enumeró los pecados de alguien por primera vez en su vida-: Por amedrentar al hermano. Por enloquecer a la hermana. Por guardar y guardar y guardar, como si pudiera uno llevarse los jarrones puestos al purgatorio.
-No mamá -dijo la tía Cecilia, recordando la única vez que vio llorar a la viejita-: La culpa la tuvo el tipo que no supo reconocer una pintura del siglo XVI.
Con el paso de los años y el cambio de los tiempos, la tía Cecilia, hija única, se casó con un hombre conversador y generoso que resultó un desastre para los negocios y un genio para la fertilidad, de modo que en menos de una década le hizo a la tía seis hijos y le gastó su herencia. Cuando ya no les quedaba sino la casa de Reforma, se mudaron a las afueras y la tía Cecilia abrió una tienda de antigüedades. Empezó vendiendo las de su familia al montón de nuevos ricos en busca de abolengo que asolaban la ciudad, y terminó con una cadena de bazares por toda la república.
Cuando se puso a comprar cosas para abrir la sucursal de San
Francisco, en California, llegó a su tienda de Reforma una adolescente de rizos claros que llevaba en la cajuela de su coche una colección de relojes antiguos, un candil de vidrios azules, un marco con la figura sepia de una mujer, y el Adán y Eva del siglo XVI.
La tía la vio llegar y sintió que tenía los cuarenta años más viejos de la tierra.
-¿Cuánto nos da por estas chácharas? -preguntó el muchacho, que llevaba a la adolescente de la cintura y la besaba de vez en cuando.
-De dónde sacaste las "chácharas"? -preguntó la tía Cecilia, dirigiéndose a la muchacha.
-Estaban en la casa de mi abuela -dijo la muchacha-. Creo que fueron de una tía maniática. No sé. Oí hablar de ella poco y mal. Por eso las quiero vender, no tiran buenas vibras.
-Pero se pagan bien ¿verdad? -preguntó el muchacho.
-Sí, se pagan bien -contestó la tía Cecilia.
-Debería guardarlas? -preguntó la muchacha, con un asomo de indecisión.
-No, hija -dijo la tía Cecilia y quiso decirle, pero sólo pensó: "Más vale mal acompañada que sola".
Porque evocó la imagen de la viejita, entre cuadros y gatos, sucia y desmemoriada, prometiéndole a ella, con la avidez de un limosnero:
"Si regresas mañana, te regalo el relojito azul".
El brillante relojito azul que ahora tenía en sus manos.
Era tan precavida la tía Mari que dejó comprado el baúl de Olinalá en el que deberían poner sus cenizas. Y ahí estaba, en mitad del salón hasta donde todos los que la quisieron habían llegado para pensar en ella.
Tía Mari tuvo una amiga de su corazón. Una amiga con la que hablaba de sus pesares y sus dichas, con la que tenía en común varios secretos y un montón de recuerdos, una amiga que estuvo sentada junto al cofrecito sin hablar con nadie durante todo el día y toda la noche que duró el velorio. Al amanecer, se levantó despacio y fue hasta él. Cuando estuvo cerca, sacó de su bolsa un frasco y una cuchara, alzó la tapa de madera perfumada y con la cuchara tomó dos tantos de cenizas y los puso en el frasquito. Hizo todo con tal sigilo que quienes estaban en la sala imaginaron que se había acercado para rezar.
Sólo fue descubierta por un par de ojos, a su dueña le rindió cuentas tras verlos brincar de sorpresa:
-No te asustes -le dijo-. Ella me dio permiso. Sabía que me hará bien tener un poco de su aroma en la caja donde están las cenizas de los demás. Siempre que puedo me llevo un poco de los seres a los que seguiré queriendo después de muerta, y lo mezclo con los anteriores. Ella me regaló la caja de marquetería donde los guardo a todos. Cuando yo me muera, me pondrán ahí adentro y me confundiré con ellos. Después, que nos entierren o nos echen a volar, pero juntos.

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mujeres de ojos grandes
Fiction HistoriqueA las mujeres que protagonizan estos relatos el mundo les había reservado una felicidad circunscrita a las paredes de su casa. Pero más allá de la dedicación a su marido, la cocina y los niños, siguen latiendo sus singulares personalidades. Llegado...