De niña, a la tía Elvira le daba miedo la oscuridad. Creían sus hermanas que porque en lo oscuro no se puede ver nada, pero la razón de su miedo era exactamente la contraria: ella en lo oscuro veía de todo. De lo oscuro salían arañas y vampiros gigantes, salía su mamá en camisón abrazada a un crucifijo, salía su papá en cuatro pies contemplando un cometa verde, mientras el abuelo y los tíos pasaban encima de él a toda carrera, abriendo sus bocas moradas para aullar sin que nadie los oyera. En lo oscuro había una niña amarrada al barandal de la escalera con un listón de satín que le sacaba sangre. No decía nada la tía Elvira, pero movía los labios como si dijera: "Hay leones y pájaros flotando muertos en sus peceras".
-No inventes, Elvira -le decían sus hermanas-. En la oscuridad no hay nada más que lo mismo que cuando hay luz.
Sin embargo, aún habiendo luz la tía Elvira no veía las mismas cosas que sus hermanas. Ella era capaz de convertir el piano en lagarto, la despensa en cueva de Alí Babá, la fuente en el Mar Negro y el agua de jamaica en sangre de fusilados.
Decían que la tía Elvira estaba siempre un poco fuera de la realidad, pero en los ratos que le dedicó aprendió a bordar como
cualquier otra señorita que se respetara, a tocar el piano sin aporrearlo, a cantar todo el cancionero decente, incluidas las nueve más hermosas versiones del Ave María.
Cocinaba de todo, menos bacalao. Su abuela materna se había empeñado en que sus hijas y nietas no aprendieran ese guiso, porque en España era comida de pobres, y si ella había pasado tantos trabajos para vivir en México, no iba a ser para que sus descendientes acabaran comiendo pescado seco, como cualquier andaluz muerto de hambre.
La tía Elvira tenía los ojos negros de su mamá y la boca imprudente de su padre. Una boca conversadora y leguleya sin la cual se podría haber casado antes de los veinte años con cualquier criollo de cincuenta generaciones, o con uno de esos españoles recién llegados de la pobreza, que hacían la América con tan buena fortuna. O bien, en caso de enamoramiento inevitable, y dado que su papá practicaba una tolerancia racial que en realidad era indiferencia, con algún libanés trabajador y abusado. Cualquiera de estos hombres esperaba, como todos los otros, fincar con una mujer que no anduviera opinando, ni metiéndose en las pláticas de los señores, ni aconsejando cómo solucionar el problema de la basura o la epidemia de los gobernadores. Las mujeres no estaban para hablar de temas que no fueran domésticos, y entre menos hablaran mejor. Las mujeres, a coser y cantar, a guisar y rezar, a dormir ya despertarse cuando era debido.
Se sabía en la ciudad que la tía Elvira Almada no sólo estaba más llena de opiniones que un periódico contestatario, sino que también tenía prácticas raras. Algunas tan raras como mantenerse despierta hasta las tres de la mañana y no ser capaz de levantarse a tiempo ni para ir a la misa de nueve que era la última. A las nueve y a las diez, la tía. Elvira dormía como el bebé que nadie iba a hacerle bajo el ombligo, justo porque a ella no le importaba donde había que tener el ombligo a cada instante. Las damas de entonces cuidaban muy bien de llevar sus ombligos a la misa de ocho y de regresarlos a la casa en cuanto terminaba para que nadie fuera a pensar que andaban paseándose como viejas cuzcas. De ahí hasta la hora de la comida, guisaban o hacían jardinería, ayudaban a sus madres o escribían cartas púdicas para ensayar hasta la perfección su letra de piquitos. Las más disipadas echaban chisme o memorizaban un poema con lágrimas.
En cambio, la tía Elvira y su ombligo iban despertando por ahí de las once. Pasaban la mañana leyendo novelas y teorías sociales, hasta que la fiereza con que el ombligo sentía hambre indicaba la hora de entregarse al uso de jarras y palanganas para irse lavando todo el cuerpo de un modo disperso pero acucioso. Primero la entrepierna y sus pelitos, en los que la horrorizaba la idea de un piojo llegado durante la noche de algún rincón; después las axilas, a las que ella les depilaba los vellos con la misma obstinación de una mujer actual; luego la cuenca del ombligo y al final los pies y las rodillas. Ya bien bañada, se ponía loción de rosas en los diez puntos que consideraba cardinales y betabel en las mejillas. Hacía esto último con tal habilidad y desde tan niña, que hasta su madre estaba segura de que su hija Elvira tenía un espléndido rubor natural.
ESTÁS LEYENDO
mujeres de ojos grandes
Historical FictionA las mujeres que protagonizan estos relatos el mundo les había reservado una felicidad circunscrita a las paredes de su casa. Pero más allá de la dedicación a su marido, la cocina y los niños, siguen latiendo sus singulares personalidades. Llegado...