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Un día Natalia Esparza, mujer de piernas breves y redondas chichis, se enamoró del mar. No supo bien a bien en qué momento le llegó aquel deseo inaplazable de conocer el remoto y legendario océano, pero le llegó con tal fuerza que hubo de abandonar la escuela de piano y lanzarse a la búsqueda del Caribe, porque al Caribe llegaron sus antepasados un siglo antes, y de ahí la llamaba sin piedad lo que nombró el pedazo extraviado de su conciencia.


El llamado del mar se hizo tan fuerte que ni su propia madre logró convencerla de esperar siquiera media hora. Por más que le rogó calmar su locura hasta que las almendras estuvieran listas para el turrón, hasta que hubiera terminado el mantel de cerezas que bordaba para la boda de su hermana, hasta que su padre entendiera que no era la putería, ni el ocio, ni una incurable enfermedad mental lo que la había puesto tan necia en irse de repente.


La tía Natalia creció mirando los volcanes, escudriñándolos en las mañanas y en las tardes. Sabía de memoria los pliegues en el pecho de la Mujer Dormida y la desafiante cuesta en que termina el Popocatépetl. Vivió siempre en la tierra oscura y el cielo frío, cocinando dulces a fuego lento y carne escondida bajo los colores de salsas complicadísimas. Comía en platos dibujados, bebía en copas de cristal y pasaba horas sentada frente a la lluvia, oyendo los rezos de su mamá y las historias de su abuelo sobre dragones y caballos con alas. Pero supo del mar la tarde en que unos tíos de Campeche entraron a su merienda de pan y chocolate, antes de seguir el camino hacia la ciudad amurallada a la que rodeaba un implacable océano de colores.


Siete azules, tres verdes, un dorado: todo cabía en el mar. La plata que nadie podría llevarse del país: entera bajo una tarde nublada. La noche desafiando el valor de las barcas, la tranquila conciencia de quienes las gobiernan. La mañana como un sueño de cristal, el mediodía brillante como los deseos.


Ahí, pensó ella, hasta los hombres debían ser distintos. Los que vivieran junto a ese mar que ella imaginó sin tregua a partir de la merienda del jueves, no serían dueños de fábricas, ni vendedores de arroz, ni molineros, ni hacendados, ni nadie que pudiera quedarse quieto bajo la misma luz toda la vida. Tanto habían hablado su tío y su padre de los piratas de antes, de los de ahora, de Don Lorenzo Patiño abuelo de su madre, al que entre burlas apodaron Lorencillo cuando ella contaba que había llegado a Campeche en su propio bergantín. Tanto habían dicho de las manos callosas y los cuerpos pródigos que pedían aquel sol y aquella brisa; tan harta estaba ella del mantel y del piano, que salió tras los tíos sin ningún remordimiento. Con los tíos viviría, esperó su madre. Sola, como una cabra loca, adivinó su padre.


No sabía por dónde era el camino, sólo quería ir al mar. Y al mar llegó después de un largo viaje hasta Mérida y de una terrible caminata tras los pescadores que conoció en el mercado de la famosa ciudad blanca.


Eran uno viejo y uno joven. El viejo, conversador y marihuano; el joven, considerando todo una locura. ¿Cómo volvían ellos a Holbox con una mujer tan preguntona y bien hecha? ¿Cómo podían dejarla?


-A ti también te gusta -le había dicho el viejo- y ella quiere venir.


¿No ves cómo quiere venir?


La tía Natalia había pasado toda la mañana sentada en la pescadería del mercado, viendo llegar uno tras otro a hombres que cambiaban por cualquier cosa sus animales planos, de huesos y carne blanca, sus animales raros, pestilentes y hermosos como debía ser el mar. Se detuvo en los hombros y el paso, en la voz afrentada del que no quiso regalar su caracol.


-Es tanto o me lo regreso- había dicho.


"Tanto o me lo regreso", y los ojos de la tía Natalia se fueron tras él.


El primer día caminaron sin parar, con ella preguntando y preguntando si en verdad la arena del mar era blanca como el azúcar y las noches calientes como el alcohol. A veces se sentaba a sobarse los pies y ellos aprovechaban para dejarla atrás. Entonces se ponía los zapatos y arrancaba a correr repitiendo las maldiciones del viejo.


Llegaron hasta la tarde del día siguiente. La tía Natalia no lo podía creer. Corrió al agua empujada por sus últimas fuerzas y se puso a llorar sal en la sal. Le dolían los pies, las rodillas, los muslos. Le ardían de sol los hombros y la cara. Le dolían los deseos, el corazón y el pelo. ¿Por qué estaba llorando? ¿No era hundirse ahí lo único que deseaba?


Oscureció despacio. Sola en la playa interminable tocó sus piernas y todavía no eran una cola de sirena. Hacía un aire casi frío, se dejó empujar por las olas hasta la orilla. Caminó por la playa espantando unos mosquitos diminutos que le comían los brazos. No muy lejos estaba el viejo con los ojos extraviados en ella.


Se tiró con la ropa mojada sobre la blanca cama de arena y sintió acercarse al anciano, meter los dedos entre su cabello enredado y explicarle que si quería quedarse tenía que ser con él porque todos los otros ya tenían su mujer.


-Con usted me quedo- dijo y se durmió.


Nadie sabe cómo fue la vida de la tía Natalia en Holbox. Regresó a Puebla seis meses después y diez años más vieja, llamándose la viuda de Uc Yam.


Tenía la piel morena y arrugada, las manos callosas y una extraña seguridad para vivir. No se casó nunca, nunca le faltó un hombre, aprendió a pintar y el azul de sus cuadros se hizo famoso en París y en Nueva York.


Sin embargo, la casa en que vivió estuvo siempre en Puebla, por mas que algunas tardes, mirando a los volcanes, se le perdieran los sueños para írsele al mar.


-Uno es de donde es -decía, mientras pintaba con sus manos de vieja y sus ojos de niña-. Por más que no quieras, te regresan de allá.


mujeres de ojos grandesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora