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Regresaba a mi hogar de un día agitado, habían pasado varias cosas desagradables en las pocas horas que estuve fuera; necesitaba descansar.

Tal era mi fastidio que baje velozmente del auto, algo que sorprendió al serio secretario de mi padre, pasé de largo dándole una leve sonrisa fingida a la amigable señora que todos los días abría la puerta principal esperando mí llegada.

Una vez dentro eché un pequeño vistazo a la amplía sala seguida del recibidor en el que me encontraba, siendo esta misma decorada con unos cuantos muebles, a mi parecer no muy hogareños y algunos cuadros que hacían juego, continuando con grandes ventanales que, a través de ellos, se podía apreciar una vista directa al jardín en colina; ciertamente boscoso, acompañado con el fondo de la gran ciudad.
Sin embargo no había rastro de que alguien se encontrase presente, o al menos eso aparentaba. Después de todo, aquella casa era lo suficientemente grande para que durante el hostigante calor del verano este se volviese imperceptible, siendo reemplazado por un frío abrazador; apenas molesto.

Sin importarme mucho, subí los largos y blancos 23 escalones para llegar al no tan angosto pasillo, dí un par de pasos y giré hacía la izquierda, continúe derecho topándome con una reluciente puerta color caoba, tomé la perilla de la cuál colgaba un collar morado y la giré.
Al respirar el aire dentro de la habitación, el aroma a lavanda me inundó; dejé caer mi mochila al suelo y le permití a la gravedad hacer su trabajo, me incliné hacia delante y en cuestión de segundos pude sentir el colchón suave que era cubierto por una sábana morada, seguido de un cobertor blanco con decoraciones en diferentes colores, me recordaba mi infancia, por eso decidí usarlo, era muy cómodo y ligero.
Abracé una de las almohadas que estaba a mi alcance y giré sobre mi eje para mirar el techo pálido de la habitación, todas las paredes eran blancas -al igual que la mayoría en la casa-, a excepción de la puerta deslizante de mi placard; que era del mismo tono de la puerta.

Suspiré, traté de relajarme y cerré los ojos. De pronto, los recuerdos recién creados de la mañana volvieron a aparecer y el mal sabor de boca los acompañó.

Pero algo me sacó de mis pensamientos.
A la cercanía, unas leves pisadas volubles; por la forma de su andar identifique de quién se trataba inmediatamente.
Ansiosa, me senté en la cama esperando que pasara frente a mi puerta, cómo ya era costumbre, principalmente porque le era necesario para llegar a su pieza, pero nunca ocurrió. Con curiosidad me acerqué para poder divisar a la persona que esperaba, pero de nuevo, no había rastro. Escuché su voz, venía de la otra habitación; me dirigí ahí llamándolo por su nombre, abrí la puerta con extrema precaución, pese a las experiencias pasadas; pero no había nadie.

Desfazada, me dirigí de nuevo a mi habitación y me dispuse a cambiarme, en cuanto terminé me dirigí a la planta baja, con destino al salón del comedor; ahí se encontraba mi familia, todos menos la persona que esperaba ver y la que supuestamente con anterioridad, se encontraba en el segundo piso.

El ambiente era diferente, el aura de tranquilidad se había convertido en una extrañamente más fría. Me senté en el gran comedor oscuro, a mi lado yacía mi hermano menor, como siempre mal sentado y levantándose de la mesa cada 5 minutos para jugar con algunos de sus autos coleccionables. En frente estaba mi padre, atento, aparentemente queriendo ser absorbido por la pantalla de su teléfono mientras comía, pero ahora con una expresión diferente en su rostro; y a su lado mi madre, quién acababa de dar un sermón sobre modales al más pequeño de la casa.
Sólo quedaban dos lugares vacíos, uno el cuál seguramente estaría con rastros de polvo, ya que nunca nadie se sentaba en él, y por último el reclamado cómo propiedad de él, a pesar de eso, no se encontraba ningún cubierto o servilleta en esa área, algo peculiar.

Seguí con lo mío, suponiendo que los sucesos previos habían sido consecuencia de mi cansancio; comí hasta saciarme y levante mi plato, lo llevé a la cocina y lo deposité sobre el lavavajillas, volví a la mesa y me senté para terminar mi bebida, fue entonces cuándo mi ruidoso hermano ya no estaba a mi lado y mis padres de un momento a otro me miraron sincronizadamente.

Nada bueno.

Mi madre fue la primera en hablar seguida de mi padre. Con un aire de preocupación y cómo pudieron resumieron la noticia. Para terminar, ambos, con una mirada tan frágil como el cristal; sentía que con un tenue roce sus lágrimas caerían a mares.
Aún no entendía que pasaba, o mejor dicho, no del todo. Sus palabras me parecían tan confusas, cómo si estuviesen hablando en un idioma totalmente desconocido. Su hablar era tan abstracto para mi procesar, que sin previo aviso mi rostro se encontraba humedecido.

Entonces, cómo una llave encajando perfectamente con una cerradura, pensamientos fugaces llegaron sin cesar.

¿Estaba pasando de verdad?

Su presencia, ahora impalpable en este mundo; era demasiado duro para aceptarlo.

Un nudo se posicionó en mi garganta, del mismo modo que el calor en mis manos. El aire comenzaba a faltarme, y llegó; en cuestión de segundos salió aquel sollozo que trataba de ahogar silenciosamente.
Lo único que hice fue cubrir mi boca y cerrar los ojos, tratando de oprimir cómo fuese posible el remolino de emociones que se avecinaba; mientras que mi mano libre, temblorosa, se volvía roja por la fuerza ejercida contra mi suéter azul petróleo y las finas lágrimas sin acabamiento se deslizaban sobre mis mejillas.

Deseaba ser diminuta, microscópica. O cómo mínimo, tener la oportunidad de ser rodeada por sus brazos una última vez. Los brazos que tantas veces estuvieron sosteniendo mi ser en las peores noches y en los mejores días; aquellos que podían ser duros y fríos como acero, al mismo tiempo que suaves y cálidos como un oso de felpa.

Mi madre al verme rompió ese cristal, que cómo predije era inestable; se acercó a mí y trato de consolarme, mi padre trato de no perder el control, pero inevitablemente las escleróticas de aquellos ojos esmeralda se tornaron rojas y, calladamente las gotas de su dolor escaparon.
Mi hermano al escuchar el alboroto fue inmediatamente con nosotros, la escena con la que se topó no era la mejor; asustado se dirigió a mi madre con incógnitas presentes, ella lo tomó y acurrucó en brazos, minutos después de calmarse habló con él detenidamente, midiendo las palabras con las que explicar todos los sucesos, para después, él también había sucumbido ante la tristeza.

¿Y cómo no hacerlo?
Sí te acaban de decir que tu hermano, el primogénito que encabezaba la lista de ejemplos a seguir, ahora estaba muerto por injustas razones.

-J.

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