Capítulo I. La Caída.

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El sonido del tren, con su marcha monótona y relajante, no lograba sosegar el ánimo del único pasajero que aún estaba durmiendo en la litera número 9C superior. O eso creían los pasajeros que pasaban por su lado hacia el vagón comedor donde se estaba preparando el suculento desayuno que se daba en esa ruta a partir de las 7:00 am. Un buen café o té con leche, según el gusto, pan amasado hecho a mano por una señora que desde hace más de 20 años entregaba el pedido a las dos rutas que pasan cerca de su pueblo. Nunca fallaba en la entrega, hiciera el tiempo que hiciera. Y el pan siempre era acompañado de mantequilla de la zona, mermelada casera, jamón, palta madura y queso fresco. Todas las mesas servidas abundantemente invitaban a la reunión.

El bullicio a esa hora en el vagón comedor era el de siempre. Sonidos de tazas y platos entrechocando, agua hervida cayendo en las tazas listas para recibir el humeante líquido, el rechinar de las mesas y las sillas, que al ser movidas arañaban como hace años el piso de madera del ajetreado vagón.

Las conversaciones llenaban el ambiente con risas y palabras mezcladas con el ruido del lugar. Los mozos daban al maestro de cocina los pedidos y este los cocinaba con la premura y atención de un militar. Una familia trataba que su pequeña hija se quedara quieta y comiera algo del desayuno, una pareja de recién casados no dejaba de tomarse la mano y hablar muy cercanos, como para que nadie los escuchara. Un grupo de ancianos muy animados y sonrientes disfrutaba de su comida y, si no fuera por sus canas y arrugas, pasarían por adolescentes. Y en varias mesas distintos comensales comían con tranquilidad y otros con premura. Algunos eran turistas, los menos. La mayoría era gente de la zona. Se notaba por sus vestimentas y por el trato familiar con los mozos.

Afuera, el ambiente era frío y húmedo. Típico de esa zona del sur. El despliegue de verdes en el paisaje que llegaba a las cumbres de los cerros majestuosos y silentes que se veían al horizonte cercano, mezclado con las casas, que a lo lejos pintaban de colores vivos el mar verdoso daban a la vista un espectáculo bello y misterioso. Este era cubierto por una neblina baja que volaba sobre el terreno como fantasma buscando algo perdido. Entre las nubes cargadas de lluvia se divisaba, tímido, el inicio del amanecer. Alguien que no fuera de la zona pensaría que se vendría un buen aguacero, pero el cielo abierto del horizonte solo indicaba un buen tiempo, según lo que se podría considerar normal en esta estación del año. Inicio de la primavera.

Mas la tormenta estaba en otro carro.

En el asiento 9C, el pasajero se incorporo de su mal sueño y con evidente desgano volteo su vista y observó por la ventana somnolientamente el hermoso paisaje que pasaba como película lenta pero continua ante sus hinchados ojos. Durmió poco y solo quería llegar luego a destino, que lo esperaba con la paciencia de un monje Zen, pero esto no significaba que su estancia sería tranquila. Lo que menos tendría, sin embargo, sería tranquilidad. No lo sabía en su momento. No tenía la más mínima idea de a dónde estaba yendo. Solo se dejó llevar por las circunstancias que, acostado en el carro, rememoraba con tristeza.

André. Acentuado en la «e». Legado de su abuelo francés. Fue todo lo que su familia tradicional esperaba: estudió en un colegio particular, no el más caro, pero de buen nivel. Eso le permitió un ingreso relativamente fácil a la universidad a estudiar Derecho. Entró con el ánimo justo, no era que Derecho lo motivara profundamente, pero tampoco lo complicaba. Era lo que se esperaba de él y en especial lo deseaba su padre, un reconocido abogado y político de un partido de centro derecha. André lo admiraba mucho y lo que menos deseaba era ir contra sus deseos.

Su padre, un hombre enorme con su metro noventa y de gran corpulencia, se imponía siempre con un vozarrón que parecía tormenta, especialmente si estaba enojado. Lo que era más o menos común en su vida. Muy autoritario y de ideas claras, era el centro donde todo funcionaba en la casa. Su madre, como buen alter ego, era una mujer delicada, muy fina y amable, de gran calor humano y devota de su familia. Pero con un aura triste y solitaria. Siempre soñó con ser bailarina de ballet, pero el inesperado embarazo del que sería el hermano mayor cortó de raíz su incipiente carrera. Volcó toda esa pasión en cuidar de los numerosos hijos que vendrían después y de su esposo. «El Gran Patrón», como le decían a escondidas. Pero siempre tuvo esa mirada de anhelo perdido en el rostro. Siempre sonreía, pero sus ojos no.

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