Capitulo III. El viaje

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El súbito freno del tren al llegar a la penúltima estación sacó a André de sus pensamientos. El ver bajar a los pocos pasajeros que a esa altura del recorrido quedaban en el tren le subió el ánimo un poco. Un repentino sentimiento de aventura se apoderó de su corazón y como tal le despertó el apetito. Se levantó de su asiento convertido en cama, y, con cara somnolienta, fue raudo al vagón comedor.

Al entrar los dos mozos que estaban ordenando el vagón lo miraron con extrañeza. Era raro ver a algún pasajero que continuara con destino a la estación final del recorrido. Pero atentos, lo invitaron a sentarse con ellos y acompañarlos con el desayuno que el personal acostumbraba a tomar después de la penúltima estación.

André, con algo de timidez, les aceptó el ofrecimiento y se relajó al sentir el agradable sabor de un café recién molido y caliente. El cocinero, un hombre de mediana estatura, algo pasado de peso y de calva incipiente, tomó la palabra desde la cocina directo hacia el joven invitado. «Hijo, ¿eres algún tipo de hippie o de esos tipos raros que hablan con extraterrestres?». Uno de los mozos no pudo aguantar la risa y escupió algo de su café, que por fortuna solo cayó al suelo.

Entre risas pidió disculpas por su compañero. «No te sientas incómodo, amigo, Don Pelmazo es así con los desconocidos. Tiene una natural manera de caer como plomo con la gente. Es un animal sin filtro. Es el loco de la cocina». —dijo agrandando sus ojos y mirando al cocinero, quien la recibió con una mueca siguiéndole el juego.

—Y a todo esto, ¿cómo te llamas? —siguió el mozo.

—André. —Fue la escueta respuesta.

El cocinero lo miró y se acercó poniendo su mano en el hombro de André y le dijo con aliento un tanto aguardentoso: «Hijo, acá como me vez llevo más de 30 años en este tren. Literalmente estos idiotas son mi familia. La mía ya ni me extraña. Como marino, tengo un amor en cada puerto». —Y soltó una risotada forzada.

—¿Un amor en cada puerto? Ja, ja. Apenas te da para mantener a tu familia y a esa amiguita tuya y vas a tener amores por doquier. —remató el joven mozo burlándose de su compañero.

—¿Tú qué sabes de mi vida? Eres iluso y estúpido como todos los jóvenes. —Y volvió a arremeter con su invitado —. No pienses que hablo de ti, hijo. Se nota que eres educado y de buena familia. Hablo de los estúpidos como este soquete que me hacen la vida imposible con sus comentarios.

—Pero igual me quieres, viejo de mierda. ¿Verdad? —replicó el joven mozo.

El cocinero lo miró y, dándole un fuerte golpe en el pecho, le dijo: «Por supuesto que te quiero, pendejo. Eres lo más cercano a un amigo que tengo. Incluso cuando estoy lo bastante ebrio casi te veo como a un hijo».

El joven mozo nada dijo y solo bajó por un segundo la vista.

El otro mozo, algo más entrado en años, no decía una palabra. Y solo reía con las ocurrencias de sus compañeros.

—Hijo, no me he presentado —continúo el cocinero—. Mi nombre es Domingo Petri y he sido cocinero toda mi vida en lugares como este. La verdad es que quería estudiar mecánica, pero mi familia fue muy pobre y desde joven tuve que rebuscármelas. Comencé en un buque mercante como ayudante y conocí todo el mundo. En esos viajes vi cosas impresionantes que me dejaron la boca abierta, como una vez de viaje a Singapur en un buque petrolero gigantesco. Estuvimos casi un mes navegando con fuertes tormentas en medio del océano Atlántico y olas enormes como montañas que movían el barco como si fuera un juguete. De hecho, una madrugada, mientras le llevada el desayuno al capitán en el puesto de mando, una ola que no te imaginas, muchacho, tapó el horizonte de lo gigantesca que era. Venía directo a nosotros por la proa y el lado de babor del barco. Nos iba a dar de costado, y eso, muchacho, era un desastre por donde lo miraras. Estábamos cargados de petróleo hasta en los camarotes y esa ola nos partiría a la mitad como un palillo de dientes. El caso es que miré al capitán muy asustado. Pero el viejo lobo de mar no se inmutó, tranquilamente saco una biblia de su chaqueta, la puso a su lado en los comandos y prendió relajadamente un cigarrillo. Me miro y dijo tocando la Biblia: «Esto nos protege, y esa montaña que viene nos pasará de frente sin dañarnos». Le dio una fuerte calada a su cigarro y con un fuerte vozarrón ordenó al timonel que virara el barco a babor para quedar frente a frente al monstruo que venía a engullirnos. El timonel, nervioso, movió el pequeño timón electrónico que comandaba las enormes propelas direccionales para mover penosamente el barco. Yo sabía que ese barco nunca se torcería lo suficientemente rápido para quedar frente a la ola, pero al mirar el rostro del capitán sereno y confiado, créeme muchacho, me calmé. Sabía que ese hombre era creyente y Dios tomaría el control del barco.

Estación KoochDonde viven las historias. Descúbrelo ahora