Capítulo VI El Gigante

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Al retomar la senda, este cambió poco a poco. De un simple camino de piedras cortadas y puestas en un orden que permitía un caminar relativamente cómodo, paso a un sendero de tierra humeda, pero firme. A los lados la muralla de vejetacion seguía impertérrita al camino y parecería que solo esperaba el momento de reclamarlo cuando no fuese caminado en un futuro.

Ya era pasado el mediodía y el sol en lo alto, aunque oculto por gruesas nubes, lo acompañó por alrededor de una hora de camino.

Su estómago comenzó a dar fuertes señales de hambre. Urgido por la necesidad, buscó entre sus ropas algo que comer y en cambio se topó con la piedra de ametrino que le había dado Leo, el mozo callado. Su estancia en el vagón del tren empezó a correr frente a sus ojos, y hubiese recordado mucho más de no haber sido por un ligero y sabroso aroma a comida que le llegó de golpe. Aguzó el olfato y, cerrando los ojos para concentrarse mejor, sintió que aquel olor se adentraba en por el camino. Luego de unos minutos de marcha, pudo ver a unos 200 metros una débil columna de humo que se internaba unos 20 metros en el bosque, al costado del sendero. Caminó en su dirección curioso y alerta. El aroma se hacía más penetrante y delicioso a medida que se acercaba. El ahora rugiente estómago le exigía una solución rápida a sus quejas, y el humo parecía prometedor.

Cuando solo le faltaban cerca de 20 metros para llegar, pudo escuchar una voz masculina que cantaba. Al estar literalmente a tiro de piedra el panorama se le aclaró: frente una improvisada fogata un corpulento y enorme hombre de cabellos largos y rojizos, al igual que su frondosa barba, revolvía lento y sin prisa una olla sobre unos leños. No pudo identificar la canción, pero era alegre. Los movimientos de la cabeza del improvisado cocinero daban cuenta de su disfrute.

André dio unos pasos más para acercarse y una rama se rompió bajo sus pies. El crujido sonó y el canto sesó.

Lentamente, el hombre giró su cabeza en dirección al extraño. Lo miró de arriba abajo con rostro serio. Dejó la cuchara en la olla y se levantó sin dejar de observar a su visitante. André se dio cuenta de su tamaño. Fácilmente medía dos metros. Muy fornido, vestía jeans muy gastados y una camisa leñadora que dejaba ver un collar de gruesas piedras de varios colores. Al cinto llevaba un estuche con un cuchillo de cazador, y una chaqueta de cuero café obscuro tipo campera muy abrigada coronaba su vestimenta. Sacó una cajetilla de cigarros y con toda la calma del mundo prendió uno.

—¿Qué haces por estos lados, muchacho? —le preguntó el hombre con un vozarrón intimidante.

—Eh... No quiero incomodarlo, señor, solo estaba caminando y la fogata me llamó la atención.

—¿De dónde eres y por qué vienes sin invitación? Me gusta estar solo con mi cocina y mis cantos. —Siguió interrogándolo al tiempo que se acercaba al muchacho.

—Lo siento. La verdad es que prefiero volver, no quiero tener problemas. —dijo, y dio unos pasos hacia atrás al ver que el gigante se acercaba sosteniendo en la mano la cacha del ahora enorme cuchillo que tenía al cinto.

—¡Espera ahí!

André quedó petrificado.

—No puedes volver por la ruta ya hecha. Debes seguir adelante sin importar los obstáculos. ¿Por qué estás en estos parajes, muchacho?

—Iba camino a conocer al chamán y el aroma de su cocina me atrajo, de verdad. Huele muy apetitoso —respondió francamente.

El rostro del hombre se iluminó.

—¿Te huele sabrosa, en serio?

Rápidamente se acercó al muchacho y, poniendo sus enormes manos sobre sus hombros, le dijo: «¡Ja, ja! Encontrar a un conocedor de la buena cocina en estos lugares es magnífico, mi buen amigo. Ven conmigo y disfruta mi cazuela. ¡Ven, ven no seas tímido!».

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