«OK, ya llegué, esperemos lo mejor», se dijo buscando ánimo.
Ya eran cerca de las diez de la mañana. El ambiente, además de húmedo, era frío, aunque no desagradable. Era como un golpe de frescura en el rostro y en los pulmones, el aire se sentía limpio, energizado, como nunca lo había experimentado antes. Eso lo reanimó. Al traspasar lo que se podría considerar los límites de la estación, vio a tiro de piedra unas luces de las casas del pueblo entre una particular bruma de invierno que lo separaba de donde estaba. Daba la sensación de estar frente a una entrada a otro mundo o eso pensó al caminar hacia el brillo de las pocas construcciones que se divisaban. Rápidamente se dio cuenta de que el pueblo no era más de ocho casas toscamente construidas. Claramente se veían los durmientes usados en su construcción, troncos en bruto y algunas maderas cepilladas aquí y allá. Los techos, todos de metal algo oxidado por la humedad del lugar, recibían sin quejarse la nieve invernal. Ninguna estaba pintada y nada distinguía las casas de algún posible negocio.
«A la suerte de la olla», se dijo envalentonado y fue a la más cercana.
Tocó la puerta y nada. Tocó insistentemente, la casa estaba desierta. Fue a la siguiente y, al acercarse, pudo leer un viejo letrero que por obra del tiempo le había robado la mayoría del color y las letras eran espectros de lo que fueron «Posada», pudo leer.
Eso le dio risa, porque de posada solo tenía el letrero. Tocó con ganas. El frío ya le estaba incomodando. Sintió unos pasos firmes que se acercaban a la puerta. Y esta se abrió de golpe.
—¡Muchacho, por Dios, pensamos que te habían comido las alimañas del lugar! ¡Ven, pasa a calentarte que preparé un café del mil demonio, pero es lo único que hay, ja, ja, ja! —Un fuerte golpe en la espalda dado por el cocinero fue la bienvenida a la posada del lugar.
Ahí sentados estaban el joven mozo, el maquinista, el cocinero y una anciana de cara amable y regordeta. Ella atizaba la chimenea, y al ver al joven solo lo miró con una leve sonrisa en su rostro. El otro mozo, Leo, no estaba presente.
La anciana se levantó de su veterano y cómodo sillón, y sin dar muestras de vejez alguna caminó hacia el recién llegado, le tomó ambas manos y, mirando fijamente a sus ojos, le dio la bienvenida.
—Veo que tienes frío, muchacho. Ven, deja tus cosas por ahí y acércate al fuego, quiero verte con mejor luz. ¡Vamos, holgazán, trae una silla para mi invitado! Vociferó al cocinero y este le acercó una silla al lado de la anciana.
Nadie hablaba mientras la anciana miraba fijamente al rostro de André.
Luego de un rato, le tomó el rostro con ambas manos y con evidente pena le dijo: «Mi niño precioso, tanto has sufrido por la tozudez de tu padre y la tristeza de tu madre, eso no te deja ser tú mismo. El corazón y la mente siempre van de la mano, y en tu mundo ni siquiera se miran. Eso te parte en dos. Tan sensible al mundo y tanto amor que tienes atrapado, si no lo entregas se convertirá en algo amargo. Será como un veneno que dejará tu mente como piedra y el corazón en cenizas. Tu niña amada está contigo siempre. No la vez, yo sí. A su momento deberás dejarla libre y lo sabes».
Una lágrima cayó por la mejilla de André al escuchar sobre Luciana.
—¡Eres pura agua, mi niño! ¡Necesitas tierra, mijo, mucha tierra! Pero acá no la encontrarás, deberías ir con el chamán. Él te dará la tierra que necesita tu cuerpo. Pero...¡mmmm!, murmuró la anciana. No sé si estás listo para ir. Eres demasiado mental, mijo, y la mente es traicionera como zorro en gallinero.
—¡Dale una oportunidad, abuela, es buen chico! —dijo el maquinista.
—¡Tú no sabes de estas cosas, Héctor! —replicó la abuela.
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Estación Kooch
SpiritualitéUn joven enamorado, la muerte y su implacable misión, el dolor que desgarra las entrañas y el viaje para encontrar alguna redención. El dolor y la desesperación pueden ser detonantes de vivencias que cambian tu vida para siempre. ? Sientes que tu v...