Grindr. La aplicación se llamaba Grindr, y según el vasto conocimiento de mi hermano menor Michael, era la alternativa perfecta para superar la aparente depresión que envolvía mi vida. La cosa era que yo no me sentía listo para abandonar mi depresión, es más, no quería ni pensaba hacerlo, mi cama y esas noches llorando como Magdalena eran algo demasiado cómodo como para abandonarlo. Así que no, nada de Grindr, de ninguna manera, mejor abrí una sesión en Tinder, ah sí, una aplicación no precisamente relacionada con mi orientación sexual pero que se prestaba para el mismo fin que Michael buscaba: dejar de llorar.
Claro que cuando se enteró que mi perfil era el de una joven estudiante de medicina llamada Claudia, con una obsesión con los zapatos altos, quiso golpearme... lo bueno es que cerré la puerta antes de que pudiera entrar a mi apartamento. Desde la secundaria que me gustaba usar tacones, primero bajos y luego las plataformas altísimas de mi madre, mi ventaja estaba en ser hijo de una madre soltera que encajaba perfectamente en el término de chavo-ruco; así que cuando me fui a vivir solo, me llevé un par de tacones conmigo, compré otro par y un ex novio al que le gustaba eructarle a Mikey en el oído me compró otros tres pares. Y no, yo no era travesti, ni trans, ni nada de eso, era un maricón al que le gustaba usar tacones sólo estando en su casa, bueno, eso hasta que terminé con mi ex y me hundí en la depresión y gordura medio sexy de la que ahora no me sentía muy contento pero tampoco completamente mal.
En fin, opté por dedicar a Tinder toda mi atención, depilé mis piernas y saqué esos pares de zapatos altos del armario en donde tenía todos los restos de mi última relación empolvados. Ignorando las amenazas de Mikey sobre no utilizar la falsedad de Tinder para buscar la felicidad, emprendí mi búsqueda en el mar erótico y perturbador que se me ofrecía, ¿y sabes qué?, empezaron a llover solicitudes de lesbianas, adolescentes y fetichistas.