Cualquier final de película romántica se veía igual que yo en ese momento: recién duchado, nervioso y con una caja de chocolates en la mano. No era mi estilo, ni de cerca, pero Mikey decía que era buen plan, y como yo estaba al borde de una crisis que posiblemente conllevaría alguna variante con el suicidio de por medio, no me quedó opción aparte de escucharlo. Así que ahí estaba: afuera de la casa de Frank, con las agallas que necesitaba atoradas en la garganta y una urgente necesidad de salir corriendo.
―Vamos, sólo camina y toca la puerta, no es tan difícil― volteé a ver a Mikey como si estuviera hablando en otro idioma.
―A ver, ve tú y muéstrale la cara al wey que te estaba tocando y se topó con tu paquetón ―gruñí, Mikey giró los ojos y caminó a la puerta― Oye, ¿qué estás haciendo?― susurré, me ignoró y tocó el timbre prolongadamente.
―Culo si corres ―masculló, echándose a correr al auto, iba a decirle algo pero escuché la puerta abrirse. La cara se me coloreó toda, volteé a ver la entrada y vi a Andy. No se veía molesto, de hecho, no se veía ni asombrado por verme ahí.
―Si te soy honesto, tienes una manera muy extraña de decirle la verdad a la gente.
― ¿Está Frank? ― ignoré su comentario. Él asintió, analizando mi objeto de disculpa.
― Lleva en su cuarto todo el fin de semana desde que volvió de tu departamento ― vio sobre mi hombro, en dirección a Mikey, luego volvió su atención hacia mí. ―Pásate, le debes una explicación más civilizada que mostrarle tus pechos falsos ―se encogió de hombros y se hizo a un lado. Tomé aire y saqué los huevos que claramente no tenía para avanzar.
Ya antes había estado en casa de Frank, pero en ese momento sentí que era la primera vez: las paredes eran demasiado altas, hacía falta aire, demasiado calor, todos los muebles muy juntos y el cuarto de Frank estaba demasiado cerca. Me detuve frente a la puerta, sentí que se abría un abismo, y de repente la perilla estaba muy lejos de mi alcance, casi quise que en verdad no pudiera tocar la puerta, pero cuando menos esperé, ya estaba dando un par de golpecitos con mis nudillos. Frank tardó en abrir un par de segundos, apenas me vio volví a ver el mismo odio de la última vez; se veía cansado, tenía ojeras, varios días sin rasurarse y el cabello grasoso, seguía siendo muy guapo.
― ¡Para ti!― alcé la caja de chocolates sobre mi rostro, más como un escudo que como disculpa. Pensé que Frank tomaría la caja y me golpearía con ella, sin embargo sólo lo escuché suspirar y adentrarse a su cuarto sin cerrar la puerta. Bajé la caja y volví a verlo, estaba sentado en su cama, volteando hacia un mueble que estaba ahí cerca.
― ¿A qué vienes? ―murmuró, sin verme siquiera. Dudé si entrar, pero terminé haciéndolo.
―De verdad te quiero ―soltó una risa que nos dolió a ambos.
―Por favor ― se levantó y caminó al mueble, paseando sus manos por la superficie. Dejé los chocolates en otro mueble.
―No, Frank, estoy hablando en serio, es... yo no creí que todo iba a llegar tan lejos, primero fue curiosidad ― Lo vi detener la mirada en un florero, ahí me di cuenta de que eran amapolas. Tragué saliva. ― Pero te conocí y me gustaste un montón, y... yo... yo creo que te amo...― él sacó las flores del recipiente y las acomodó con sumo cuidado. ―T-tienes que creerme, yo no quería jugar contigo, sólo que tenía tanto miedo... De verdad te quiero, Frank, mucho. Créeme... por favor― se me hizo la voz chiquita, él volteó a verme.
Intenté correr pero Frank era el doble de rápido que yo, se me echó encima y en el mismo movimiento aplastó las amapolas contra mi rostro repetidas veces, empecé a sentir mi nariz taparse y una erupción terrible en mi piel. Tratar de huir era inútil. Más que el golpe de las amapolas, era la alergia la que me hacía gritar como si me estuviera apuñalando.
― ¡Maldito hijo de perra mentiroso! ― gruñó Frank, sin detener el ataque ― ¡Estás pero si bien pendejo si crees que me voy a tragar ese cuento!, ¡Jugaste conmigo!
― ¡Perdón!, ¡perdón!, ¡perdón! ―me puse a llorar de dolor, ardor y de verdad. Me soltó con brusquedad y se separó jadeando.
― ¡Eres una puta mierda!
― ¡Ya sé! ―me apoyé en mis codos para verlo, aunque toda mi cara era lagrimeo e hinchazón. ― ¡Sé que soy un idiota y lo siento!, ¡merezco esto y mucho más! ― la verdad no podía ni verlo gracias al lagrimeo, pero asumí que no iba a atacarme cuando lo escuché suspirar.
― ¿A qué viniste?― su voz sonó más tranquila.
― No sé ―me limpié la cara con la camisa, sabiendo que era inútil. ― No estaba jugando contigo apropósito ―me costaba mucho respirar ― Sólo que soy idiota y no encontré los huevos para decirte la verdad desde el principio ― sentí su agarre en mi mano, me ayudó a levantarme.
― ¿Por qué no? Pudimos haber llegado a un acuerdo. ―me sentó en su cama. Lo escuché abrir un cajón.
―Ya te dije... soy idiota.
―Bastante ― soltó otro suspiro ―Ten, para que te limpies, es crema, y aquí están los kleenex― murmuró, asentí, tomando a ciegas lo que me tendía. ―Vas a tener que explicarme absolutamente todo lo que pasó, pero después de que se te pase la alergia. ―volví a asentir, me sentía un niño regañado.
―N-no creí que te acordaras de mi alergia.
―Pues ya ves que sí― sentí que se sentaba a mi lado, nos quedamos en silencio varios segundos, mientras me humectaba la cara con la crema― No he dejado de pensar en ti en todo el fin de semana. ―dijo de repente.
―Yo menos.
―Pero sigo molesto contigo.
―Está bien, me lo merezco ― seguí limpiándome el rostro, cuando sentí menos irritada la cara volteé a verlo. ― ¿Quieres que me vaya y jamás vuelva? ―No sé qué tan patético lucía, pero logré sacarle una sonrisa hermosa.
―No, pero te voy a friendzonear― arqueó las cejas, hice una mueca, aunque igual me sentí aliviado.