Un rayo de sol ardiente iluminó la comarca de Deligo con impetuosidad, indicando que el primer día de primavera había llegado. La gente se levantó de sus camas tras oír el fuerte silbido del añafil, que lo hacía sonar el caballero leal del castillo cuando el primer rayo acentuaba por el oriente. Llevaban siglos haciendo aquella celebración: la procesión hasta el castillo, llegada a la estrella junto al Margrave donde se adoraría al Dios Ita, reunión en la plaza central y comida con los productos agrícolas de los ciudadanos.
Todos podían presenciar aquel acto de solemnidad, desde los ricos con infinitas tierras hasta los más pobres del distrito, incluida Lenia, una viuda pobre con un hijo al que debía alimentar y cuidar. Aquel año, Lenia debía traer un par de tomates y dos lechugas, como ofrenda al Dios Ita, y además, debía vestir su mejor traje, en este caso un viejo vestido muy usado, cuyos dobladillos le llegaban ya hasta las pantorrillas.
Aguanta un poco más, se decía, mientras se frotaba los desnudos brazos rojizos con eficacia y miraba a su hijo con curiosidad, al ver que seguía inmerso en sus cosas. El brillo de los ojos de su hijo había ido desapareciendo con el transcurso de los años, el verde que había conocido cuando nació, ahora parecía grisáceo.
Lenia a veces se arrepentía de haberlo tenido, las cosas hubiesen sido más fáciles si no estuviese él ahí. Y si su marido hubiese sobrevivido, ¡nada de ésto estaría pasando! se decía. Un débil ruido la sacó de sus pensamientos, y cuando vio un tomate despachurrado en el suelo, la ira y el rencor comenzó a tomar las riendas de su cuerpo.
-¿Se puede saber qué demonios te pasa? Llevas toda la mañana con el mismo comportamiento de estúpido, y encima ahora nos hemos quedado sin un tomate.
El chico miró a su madre y tras dejar el resto de verduras sobre la mesa de madera, volvió a bajar la vista.
-Lo siento.
Lenia volvió a mirarle, y se preguntó una vez más, cómo podría haber engendrado a ese chiquillo.
Había algo en su aspecto que la carcomía por las noches sus pensamientos. De dos padres morenos, estaturas medias y ojos oscuros, cómo en su sano juicio hubiese podido parir aquel tipo de criatura. Los cabellos rojizos y largos seguían creciendo sobre sus hombros, al igual que su altura, que ya había superado la de su madre, y sus ojos verdes, en contraste con su tez pálida y rostro delgado, le daban un inquietante aire felino. No recordaba la noche en la que yació con su marido, ni recordaba haberle comentado nada sobre el niño. A veces se preguntaba si verdaderamente era él el verdadero padre o no... pero cuando comenzaba a cuestionarse ese tipo de dudas, pronto las dejaba de lado, centrándose en alguna otra actividad para mantener su mente ocupada.
-No te has peinado —le acusó—. ¿Tienes idea de lo importante que es este día? Peinate antes de que me arrepienta de haberte traído.
-Sí, madre.
-Y no quiero verte con Lucián, que no se te olvide.
Se sentía tan mala madre al imponerle este tipo de restricciones. Lucián era la hija de su prima, era de la misma edad que el chico, y la única buena amiga que éste tenía. Pero Lenia tenía un pasado amargo, y sus condiciones económicas lo empeoraban todo aún más, hasta tal punto, que su propia prima impedía la relación de los dos chiquillos.
El pelirrojo no respondió pero supuso que ya la había escuchado, y Lenia suspiró cuando escuchó las pisadas detrás de ella de su hijo.
La procesión comenzó una vez hubo llegado el chico. El cielo cubierto por un tejido rojo comenzó a iluminar los rostros de la gente, incluido el suyo, pero la figura que más destacaba por este fenómeno era sin duda la de la escultura de Ita, que iba sujeta por unos hombres encapuchados y con largos trajes blancos. "Sectatores" susurró.
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Sectatore
Fantasi"Todd...", aquella palabra no paraba de martillear sobre la cabeza del joven desde que llegó al Aminici, decidiendo tomarla así como su nuevo nombre. De no haber sido por Ita, su futuro no hubiese tenido sentido, y ahora no sería uno de los hombres...