7. F.F.F

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Esa mañana desperté frustrada y, sí, seguro sexualmente. Abrí los ojos y observé por largos minutos el techo blanco de la habitación de mis padres. Suspiré cansada sin saber realmente qué debía hacer, aunque ese era mi estado constantemente. No sabía qué hacer, no sabía que debería hacer y tampoco quería saberlo. Me dolía la cabeza.

Bajé de la cama y fui directo al baño, sin ponerme a pensar en donde estaba mi invitado especial y cómo había dormido. La noche anterior había huído casi espantada a mi cuarto, me puse el pijama más grueso y largo que tenía y cerré los ojos hasta quedarme dormida.

Volví a ponerme ropa larga, a pesar de estar en pleno verano y me encontré con el chico frente a mí con una sonrisa en la cocina. Me quedé sin aire al ver que estaba haciendo.

—¿No tenés una remera? —pregunté confusa señalando el pecho desnudo de Julian. Era demasiada tensión sexual para mi una mañana. ¿Dónde se compraba un consolador? ¿En MercadoLibre? Preferí no hacerlo, porque seguramente iba a terminar en el correo de la ciudad, lo iban a abrir y todos sabrían mi estado sexual en el vecindario. Ni eso podía hacer ya.

—Soy el personaje de una novela. De vez en cuando sin motivo alguno, tengo que aparecer sin camiseta —me explico como si no supiera aquello. Estaba cocinando waffles, ni siquiera sé como sabía hacer eso y porque me estaba dando comida americana. Cuando lo miré confusa, él rio divertido por su atrevimiento—. ¿Qué querías que hiciera? Me hiciste norteamericano...

Reí, aquello era cierto y me daba un poco de vergüenza ajena. Lo gracioso de las novelas juveniles que casi todas eran en América del Norte, o Europa, y casi todas mis novelas estaban ambientadas en aquel lugar. Incluso la de vampiros. Julian no tenía pinta de ser un americano, pero ahí estaba fingiendo que lo era. Casi me daba ternura. La ternura mezclada con el deseo era malo, muy malo.

—Respira, respira, Shirley —susurré haciendo reír a Julian y me senté a comer.

—¿Quieres que corte los pecaditos y te los dé en la boca? —preguntó haciéndome sonrojar al instante. Agarré un repasador y lo lancé hasta su cara, sin importarme si le daba o no. Sonreí de lado un poco sin poder evitarlo porque a fin de cuentas me había hecho reír.

El timbre de la casa nos sorprendió a los dos y por momentos me quedé pensando que era lo que iba a hacer. Podía simplemente ignorar el llamado del destino y fingir demencia senil o enfrentar lo que esperaba del otro lado. Casi rogaba que fuera Laura y que nuestra amistad volviera a ser la de antes. Para mi sorpresa, fue algo totalmente diferente.

—¡Sorpresa! —exclamaron varias de mis compañeras de secundaria soltando un pequeño alarido que seguramente despertó a medio Lincoln.

Me quedé de piedra, porque no sabía que estaba sucediendo y que tenía que hacer. ¿Qué hacían esas caraduras en la puerta de mi casa? Les voy a resumir para que entiendan. Durante mi bella adolescencia (sí, en la que mataba personajes literarios sin creer que aparecían en mi vida años después), tenía unas compañeras tan falsas que a veces me olvidaba lo que era el cariño real. Maria José (ya nombrada), Yanina (la cheta) y Gisela (que no me caía mal, pero era algo boba). Estas chicas eran mi nemesis, tres chicas a las que odiaba porque me vivían molestando. Un día me amaban, otro me odiaban, un día día me invitaban a su casa, otro se burlaban de mí en todos los pasillos. Nunca las entendí, supongo que la mente del rico funciona extraño. Ahora yo soy era la rica, ja.

—¡Queríamos volver a verte! —exclamó Yanina emocionada mientras movía su impecable pelo rubio frente a mi casi diciéndome 'hola, sí, sigo siendo rubia'. Suspiré, ¿por qué no lucía tan bien como ellas?

El karma de Shirley [YA EN LIBRERIAS]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora