34. Ver el sol caer

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Era nuestro cuarto día de viaje, me había encargado de planificarlo todo hasta el más mínimo detalle, con el fin de ver y disfrutar de la mayor cantidad posible de la zona sur de la isla, del norte nos encargaríamos cuando nos trasladásemos a la casa de mi tía abuela. Había llevado a Clarke a los pueblos más emblemáticos, variados, desde montañosos a costeros; también habíamos visitado las mejores playas y los miradores con las vistas más impresionantes; incluso tenía planeada una caminata a una pequeña cala escondida, poco conocida, donde quería que Clarke y yo viésemos el atardecer, de los más bonitos que recordaba, cuando, muchos años atrás, me perdí yo sola y me encontré allí.

Clarke estaba aún en la etapa del cambio de horario, era normal, yo porque solía viajar una o dos veces al año entre ambos lugares y acababa acostumbrándome rápido, pero sabía que el jet lag era duro para personas que no estaba acostumbradas. Clarke no era capaz de encontrar el equilibrio del sueño, por las noches se despertaba a cada hora, luego le costaba mantenerse despierta en las rutas en coche, terrible, porque se hubiera perdido gran parte del paisaje si no me hubiese empeñado en evitar su sueño. El problema era que, por las noches, cuando Clarke se despertaba a cada rato, se ponía a molestarme, porque entre el calor y el clima en general de la isla, la rubia estaba diez veces más mimosa que de costumbre, no voy a engañar a nadie, me encantaba la Clarke empalagosa.

Al día siguiente de llegar a la isla, habíamos conocido a dos chicas, que eran amigas, aunque existiese una tensión más que evidente entre ellas. Sara, con veintisiete años, estaba teñida de rojo brillante, sus ojos eran entre verdes y marrones, más o menos alta, su piel tenía un tono ligeramente moreno; su amiga, María, era algo más baja que ella, su cuerpo estaba tonificado por el surf, y se notaba su piel perfectamente bronceada, tenía unas graciosas pecas en los mofletes, su rostro era algo aniñado, porque aparentaba ser más joven de lo que era, ella tenía treinta, pero nadie le pondría más de veintidós, su cabello y sus ojos eran oscuros, casi como la noche, aunque extrañamente brillantes.

Habíamos congeniado muy bien las cuatro, incluso Sara y Clarke, a pesar de no entenderse demasiado bien, eran el claro ejemplo de "el que quiere puede", porque se comunicaban de una manera bastante rudimentaria, con exceso de gesticulación, para compensar su falta de vocabulario en el otro idioma. Era divertido verlas interactuar, lo peor, es que parecía que Sara se auto limitaba a la hora de hablar en inglés, por supuesta vergüenza y, porque siendo sinceros, le resultaba más sencillo que María le tradujese, claro, porque ella era profesora de inglés y no se equivocaría en lo más mínimo.

Sara y María eran amigas desde hacía un par de años, se conocieron en la celebración del orgullo gay en la capital de la isla, ambas eran radicalmente lesbianas, pero nunca se habían liado, cosa que nos sorprendió a Clarke y a mí, porque la tensión era más que evidente. Sin embargo, se habían convertido en mejores amigas, aunque claramente, sobre todo por parte de María, eso se les quedaba corto.

La cuarta noche, y como las tres anteriores, quedamos para cenar las cuatro juntas, Sara tenía el día tonto y, en más de una ocasión, le había echado la caña a Clarke en broma, porque en realidad le encantaba ver cómo se picaba su amiga. Sara tenía claro que era mi novia, que la rubia estaba cogida y más que pillada por mí, pero, de alguna extraña manera, le gustaba flirtear con Clarke, lo cual creaba una cadena reaccionaria, y hacía que María se pusiese en ese plan conmigo, por picarse la una a la otra. Mientras, Clarke y yo, en medio y sin tomárnoslo a pecho, hablábamos en privado de que estas dos acabarían liándose antes de acabar la semana, aunque eso no fuese lo más obvio, porque llevaban dos años en ese tira y afloja, y nada.

Cenamos las cuatro juntas en la terraza de su apartamento, el 106, una cena muy ligera, con unas tapas de quesos y embutidos, unas piezas de frutas, incluyendo el espectacular plátano canario, o el curioso tuno indio. Luego nos quedamos sentadas allí, charlando animadamente, mientras les contábamos nuestra hoja de ruta y nos recomendaban algunos trayectos.

Hasta que llegaste túDonde viven las historias. Descúbrelo ahora