adronitis

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𝗮𝗱𝗿𝗼𝗻𝗶𝘁𝗶𝘀
(𝘯𝘰𝘮𝘣𝘳𝘦, 𝘯𝘦𝘶𝘵𝘳.)

𝗅𝖺 𝖿𝗋𝗎𝗌𝗍𝗋𝖺𝖼𝗂𝗈́𝗇 𝖺𝗇𝗍𝖾 𝖾𝗅 𝗍𝗂𝖾𝗆𝗉𝗈 𝗊𝗎𝖾 𝗌𝖾 𝗍𝖺𝗋𝖽𝖺 𝖾𝗇 𝗅𝗅𝖾𝗀𝖺𝗋 𝖺 𝖼𝗈𝗇𝗈𝖼𝖾𝗋 𝖺 𝖺𝗅𝗀𝗎𝗂𝖾𝗇.



𝗅𝖺 𝖿𝗋𝗎𝗌𝗍𝗋𝖺𝖼𝗂𝗈́𝗇 𝖺𝗇𝗍𝖾 𝖾𝗅 𝗍𝗂𝖾𝗆𝗉𝗈 𝗊𝗎𝖾 𝗌𝖾 𝗍𝖺𝗋𝖽𝖺 𝖾𝗇 𝗅𝗅𝖾𝗀𝖺𝗋 𝖺 𝖼𝗈𝗇𝗈𝖼𝖾𝗋 𝖺 𝖺𝗅𝗀𝗎𝗂𝖾𝗇

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Entre sus veinte y el principio de sus treinta, Crowley había aprendido una serie de cosas: no hay mal que unas botellas de vino y una charla no puedan arreglar, sobretodo si la charla era con su hermana, que estaba igual de jodida mentalmente como él; a los hombres heterosexuales les gustan las mujeres con problemas con su figura paterna, a los hombres homosexuales no les gustaban tanto esos problemas en otros hombres; nunca combines cocaína con ketamina en un cigarro de marihuana, a no ser que quieras pasar el resto del mes en el hospital; le gustaban los hombres mayores a él, aunque tan solo tuvieran un año más; y por último, pero no menos importante, se acomodaba muy bien a seguir una rutina, y eso era peligroso, porque todo lo que empieza, acaba.

Habían pasado dos semanas desde que empezó a dar clases y ya sentía cómo el ambiente cambiaba cada vez que él entraba en el aula 44. Sentía cómo todos en la habitación callaban y le miraban expectantes, cómo sus rostros cambiaban de cualquiera que fuera el estado en el que estaban anteriormente a presentar una ligera sonrisa en sus labios y un brillo especial en sus ojos. Había notado cómo sus alumnos le saludaban cuándo le veían, tanto por los pasillos de la facultad como por el campus en general —algunos hasta iban al comedor tan solo para saludarle, cosa que le daba a la vez ternura y escalofríos—; no importaba dónde, siempre que se encontraba a un alumno este le saludaría de una manera u otra.

En su segundo día, ya había encontrado una plaza de aparcamiento cerca de la facultad de letras en la cual aparcar su Bentley, el cual protegía y cuidaba con recelo. Había memorizado el tiempo que tardaba y los pasos que daba desde que salía del coche hasta que entraba por la puerta de la facultad: tres minutos con cuarenta segundos (aproximadamente), trescientos dos pasos (también aproximadamente). Conocía a la perfección los sesenta y cuatro escalones de mármol que llevaban hasta el segundo piso de la facultad. No tenía que pensar mucho para girar a la izquierda, pasar ocho puertas, girar a la derecha y pasar otras cinco puertas hasta llegar a la puerta con el número 44 grabado en oro.

El leve chirrido de la puerta al abrirse había dejado de molestarle hace tiempo, sabía cuándo habían limpiado el pizarrón por la tonalidad que tuviera y la manera en la que respondía a la tiza, podía localizar a todos y cada uno de sus alumnos dentro de la clase en un segundo, sabía si faltaba alguien nada más poner un pie en el aula, conocía cada centímetro de la habitación como si de la palma de su mano se tratase. En tan solo unos días se había acostumbrado a dar clases en aquella universidad, su olfato había memorizado el olor de lluvia y libros de la facultad.

Se había establecido una rutina: se despertaba temprano, demasiado temprano para un niño, a una hora normal para un adulto; desde hace años le gustaba tomarse su tiempo para despertarse como es debido, comer algo tranquilamente —aunque Crowley no era una persona que comiera mucho, pero tampoco se moría de hambre—, regar y cuidar —más bien amenazar— de sus preciadas plantas, arreglarse con lo primero que viera en su armario —intentando ocultar el hecho de que estaba empezando a sufrir una crisis de mediana edad—, coger el Bentley y conducir exageradamente rápido hasta llegar a la universidad.

inefable     「good omens」 (STAND-BY)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora