Día 3 - Ante un asalto silencioso

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~Day 3 - Peony: bashfulness, anger~

Una cara conocida que sin duda no habrían esperado ver jamás tras un milenio de paz –o de paz y guerras– era la de Lunarre. Le daban por muerto desde hacía mucho tiempo, y es que así debía estarlo. Los infernales, o al menos los que nacen de humanos y no poseen un dominio al nivel del Señor de la Desgracia, no son inmortales como los serafines. Por desgracia para ellos, lo tenían en frente.

Bueno, en realidad solo Sorey lo tenía en frente, y en realidad no era Lunarre. No exactamente. Era él, pero era todavía humano en vez de infernal, aunque estaba a puntito de convertirse en uno. Sus sentimientos negativos, su rabia, su envidia y su personalidad de babosa rastrera hacían que generase malicia por cada uno de sus poros. Aquello debía ser algo así como una reencarnación. Quizá Lunarre como infernal murió en algún momento dado pero, al igual que algunas almas humanas deciden trascender como serafines, esta optó por volver a tomar su forma original y seguir contaminando al mundo con su maldad y su corrupción. Tiempo atrás, mucho tiempo atrás, Sorey aprendió a base de duros golpes que existían ciertos infernales para los cuales no había salvación posible. Las hermanas Forton o lady Maltran fueron buenos ejemplos; el propio Lunarre, otro tan válido. Y si bien en su naturaleza no estaba el odiar, le era prácticamente imposible, sin duda habría preferido no hacerle frente a esa situación.

Aquel nuevo Lunarre le miraba con odio y rencor desde unos ojos castaños y humanos. Aborrecía a los serafines, se le notaba. Y no estaba solo, ni aquella noche ni en sus retorcidas ideas en general, pero tampoco había sido ninguna clase de ideólogo. Un grupo de jóvenes vestidos de negro que destilaban la misma malicia que él le acompañaban, rodeando a la pareja. Parecían querer imitar a los Huesos al Viento, pero no poseían ni la menor chispa de nobleza. No eran muchos, pero estaban dispuestos a dar batalla. El nacimiento de un nuevo Pastor había venido de la mano de nuevas calamidades, los opositores a los serafines. Eran una facción de la población cada vez más abundante que declaraba no querer la protección de "falsos dioses", que incluso poseyendo resonancia se negaban a creer en ellos. Era la nueva recesión de la humanidad, y a Sorey se le partía el alma al verlos. Aquellas personas habían olvidado la gratitud, el respeto. En una época de convivencia, eran la facción xenófoba que se revela contra aquellos que son diferentes; sin embargo, se creían los revolucionarios que se alzan en armas contra unos malvados opresores invisibles. Eran pocos, grupos pequeños muy diseminados, pero crecerían, se organizarían y se anexionarían los unos a los otros. Si no fuesen un problema real, Lailah jamás habría tenido que hacer un nuevo pacto. Y por desgracia, mientras siguieran existiendo, se producirían más escenas y más asaltos como aquel.

Mikleo tragó saliva, tratando de moverse lo menos posible. Sentía la hoja de hierro del puñal presionada contra su garganta. Sorey lo miraba con miedo, en silencio; compartían el mismo sentimiento. Lunarre le mantenía inmovilizado retorciendo uno de sus brazos tras su espalda. Las uñas largas y sucias se le clavaban en la muñeca, aumentando el dolor a medida que perdía la sensibilidad en la extremidad. La malicia que expulsaba le hacía difícil el respirar y le daba ganas de vomitar. Hacía mucho tiempo que no tenía que enfrentarse a un dominio maligno tan potente y, a pesar de que ninguno de aquellos chicos era todavía un infernal, despedían el suficiente miasma como para conformar uno todos juntos. La atmósfera a su alrededor estaba cargada de malevolencia, era un aire pesado y muerto. En la mano libre, el serafín sostenía una peonía silvestre. Sorey se la había regalado minutos antes del ataque con una sonrisa en los labios tan enorme y con tan buena intención que, invadido por una timidez repentina, Mikleo se había sonrojado como tanto tiempo atrás hizo en Elysia. Habían estado riéndose juntos, jugando y haciendo el tonto, regalándose caricias tan tímidas como traviesas en su camino a la posada en la que se alojaban. Ahora se aferraba a la flor por el tallo con fuerza y miedo a partes iguales, intentando sobreponerse. Su orgullo le mataría antes de darle una satisfacción a aquellos proyectos de monstruos.

-¡Soltadle!

Las sombras a su alrededor emitieron algo que pudo parecer una risa retorcida y desvergonzada. Lunarre sonrió, apretando un poco más el cuchillo contra el cuello del serafín de agua. Mikleo notó primero como se le humedecía la piel de la garganta, después fue el escozor. Una chispa peligrosa se encendió en los ojos de Sorey al ver la sangre.

-¿Crees que estás en posición de dar órdenes, serafín? -Lunarre rio con ganas, como el maníaco que siempre había sido. Sin embargo, el puñal se mantuvo firme en su posición-. Deberías darte cuenta de quién manda aquí.

-¿Qué queréis? ¿Por qué hacéis esto? -Gritó el antiguo Pastor, apretando la empuñadura de su espada. El otro serafín creyó ver momentáneamente el fulgor de las llamas plateadas.

-Son extremistas, Sorey. -Habló Mikleo con su acostumbrada soberbia, ignorando que su inmortal vida pendía de un hilo-. No necesitan una razón.

-Oh, claro, la culpa es nuestra, de los pobres humanos a los que avasalláis. -Se mofó Lunarre, apretando el agarre alrededor del brazo del albino-. La culpa nunca es de los santos serafines, de los déspotas, de los favorecidos. Vosotros no habéis hecho nada, vosotros que lo tenéis todo y nos miráis por encima del hombro. -A las burlas le sucedieron nuevas carcajadas, cada vez más rotas y más psicóticas. En mitad de la noche, aquel desagradable sonido hizo eco por entre las intrincadas callejuelas de la antigua Gododdin, rompiendo la agradable y pacífica quietud-. Vosotros sois ángeles benditos y sacros, y nosotros sucias ratas infectas, ¡¿verdad?!

Las risas se convirtieron rápidamente en gritos iracundos, reflejando la facilidad del cambio de humor de un loco. Mikleo trató de calmarse y de respirar hondo, de enfocarse en la flor en vez de en el cuchillo que le amenazaba. No funcionó. Un escalofrío recorrió su columna vertebral cuando sintió como el acero lo sustituía la lengua de Lunarre. Mientras se convertía claramente en el mismo infernal que una vez fue, lamió la sangre de su cuello, apoyando la punta del arma contra su barbilla. Una rabia inusitada entremezclada con preocupación centelleó en los ojos del serafín de tierra, preparado para desenfundar en cualquier momento.

-Suéltalo. -Pronunció Sorey con una voz mucho más grave y vibrante de lo normal.

-No tengo por qué. -Lunarre se burló de él con el desprecio de quién sabe que lleva las riendas de la situación. Su lengua se paseó por el blanco y tierno cuello del albino, recorriéndolo y llegando hasta su rostro. Mordió su mejilla, notando gratificado como Mikleo temblaba bajo él. El serafín rubio vio horrorizado como los ojos de su compañero se humedecían, como su expresión reflejaba el más absoluto asco y como todo en él —desechando cualquier pizca de orgullo— rogaba en silencio por ayuda. Se sentía sucio, se sentía atacado, y se sentía aterrorizado. Si la malicia ya le estaba dando ganas de vomitar, la sensación de la saliva del infernal bañar su rostro solo acrecentó las náuseas. Cuando se detuvo de pronto, el serafín estuvo a punto de suspirar aliviado, pero fue solo hasta que le escuchó hablar de nuevo-. Muerte a los serafines.

Con cuatro palabras les heló la sangre en las venas. Lunarre alzó el cuchillo, dispuesto a clavárselo en el corazón. El metal centelleó a la luz de la luna, descendiendo hacia su pecho. Sorey fue más rápido desenfundando. Con la velocidad de los serafines de viento, el rubio bloqueó el ataque y tiró del brazo de Mikleo, sacándolo de allí. A cualquier otro le habría costado largo y tendido recomponerse del shock, pero a él no. Ya temblaría luego, cuando estuvieran a salvo. Aquel era el momento de luchar.

De la mano de la vergüenza de verse afrentado, la rabia resplandecía en las miradas de los serafines. Las llamas plateadas de la purificación los envolvían, convirtiendo a la pareja en una visión que era al mismo tiempo majestuosa y aterradora. Girando el bastón de Muse entre los dedos, Mikleo hizo que las corrientes que comandaba los rodeasen y que el hielo acompañase a las llamas, sumando su poder a la fuerza divina de Sorey y Maotelus. Lunarre contempló con horrorizada fascinación como resplandecían con una belleza terrorífica. Temió por su vida, porque fue en aquel momento cuando comprendió que amenazar a los serafines tenía un alto precio.

Y pagó.

The Languaje of Flowers [SorMik Week 2019]Where stories live. Discover now