Después de aquello condujimos sin rumbo fijo, intentando encontrar el nuevo escenario para que se convirtiera en víctima de nuestra sesión.
La fría brisa del otoño se colaba por las ventanas y tu pelo prácticamente volaba.
Pasamos por un parking no tenía ni idea de dónde estábamos, no había estado mucho en aquella parte de la ciudad.
Diste un brinco en tu asiento y me señalaste por la ventana en la dirección en la que yo también estaba mirando.
-¡Vamos ahí! Mira, hay una noria y todo, madre mía. –Prácticamente chillaste, haciéndome reír.
Después de lo que me pareció casi una hora buscando aparcamiento y horas de cola por fin llegamos a la noria.
Mientras subíamos no podía apartar los ojos de ti. El sol se estaba poniendo y tintaba tu cara de tonos naranjas y lilas.
Y estabas tan fotogénica.
Así que, naturalmente, hice un par de fotos.
Seguimos así, haciendo fotos, comiendo perritos calientes y algodón de azúcar. Fue una de las mejores noches de mi vida.
Y ni si quiera te había besado aun.