8. Gallinita déjame

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—Po' ma' dicho Roberto que ha llegao' mi primo zegundo. Va a pazá un mezezito aquí en er pueblo.

—¿Tu primo zegundo cuá...? Zerá que no tienes primos tú... De tos colores y en toas partes—achinó los ojos Natalia.

—Niña, er Joan, er mallorquín—aclaró con obviedad.

—¿Joan? —preguntó confundida—. ¡Ah! ¿Er de tu prima Merche?

—Eze mismo—confirmó Manolo—. Es mu apañao' y mu jovencito, ¿eh, Arba? Zi quieres te lo...

—Qué manía tenéis tos con emparejá a la Arba... —interrumpió su mujer, haciendo que él la mirara con gesto de desaprobación. La rubia, sin embargo, le dedicó una amplia sonrisa para agradecerle el comentario. Le parecía increíble que Natalia, a su manera, hubiera asumido y entendido su orientación sexual de forma tan rápida.

—Ojú, yo zolo quiero que ze lo paze bien aquí—se quejó Manolo, sacando la navaja de su bolsillo para hacerle un tajo a la sandía. Levantó las cejas en dirección a Alba, y esta asintió, recibiendo el trozo de fruta con fingida alegría.

—Ya ze lo paza estupendamente conmigo, ¿a que zí? —sugirió Natalia, poniéndole ojitos a la urbanita.

—Claro—asintió, ahora sí, con verdadera felicidad.

—Ome, pero no es lo mismo... —carraspeó Manolo. Ceporro, que le gustan las hembras... Ay, zi fueras una mijita abierto te lo contaría, pero es que no das pa' más, mi niño.

—Uy, Arba, que no hemos zacao tu cacharro del arró. A vé zi va a germiná o argo—bromeó, levantándose de la mesa para buscar el móvil enterrado en aquellos granos. Natalia halló una capa blanca sobre la pantalla negra, así que frotó el teléfono con su camiseta para limpiarlo. Cuando se lo devolvió a Alba, el terminal estaba casi impoluto.

—Crucemos los dedos—murmuró la rubia antes de pulsar el botón de encendido. El negro pasó a ser blanco, emitiendo un fuerte fogonazo de luz que dibujó en su rostro una gran sonrisa—. ¡Que funciona!

—Po' no te dije que ezo ze arreglaba... —sonrió Natalia, sentándose en la silla de nuevo—. Manolo es que ziempre empapa los relojes. Yo no zé qué hace con ellos...

—Pero Arba, ¿tú zabes por qué ze meten en arroz? —preguntó con intriga el cabeza de familia mientras tiraba con rudeza la cáscara en el plato vacío.

—Para que absorba el agua, ¿no? —respondió con obviedad, y el granjero soltó una carcajada muy tosca. Algo tendría entre manos. Qué miedo me da a veces, coño. Bueno, a veces. Lo raro es cuando no. Qué tío más raro. Nunca sabes con qué te va a salir.

—No... el arró atrae a los chinos—susurró como si fuera un secreto y estirando sus ojos para fingir tener ese rasgo oriental—. Y ellos reparan er movi por la noche.

—Ere' más zalao... —rio Natalia, acariciando la mejilla de su marido, que cerró los ojos ante la caricia. Alba se quedó boquiabierta, obviando por completo lo descaradamente mal que estaba mirando a la pareja. Suerte que su móvil empezó a pitar desesperado. Toda una noche sin recibir mensajes era lo que tenía.

—Un segundo—se disculpó Alba, saliendo de la cocina para llamar a Sabela. Tenía más de cinco llamadas perdidas de ella. Ya se encargaría después de los cientos y cientos de mensajes que tenía acumulados.

—¿Se puede saber dónde estabas, Alba?

—Dios. La de tiempo que hacía que no oía mi nombre así de...

—¿Qué dices?

—Nada—se ruborizó. Joder, ¿lo he dicho en voz alta? —. Se me cayó el móvil al río y... bueno. Dejémoslo en que ha revivido. ¿Pasa algo?

Girazoles - (1001 Cuentos de Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora