Varios días después, Pizza regresó a la familia. Se había convertido en el centro de atención de todos, y
Ángela la malcriaba dándole jamón de york en lugar del alimento que la perra tenía que comer. Elizabeth, al
ver aquello sonrió, pero le recordó a la mujer que la perra debía comer su comida. Ángela, como solía
hacer la mayoría de las veces, siguió sin hacerle caso. Finalmente Elizabeth se dio por vencida.
Una mañana se disponía a irse a la oficina, cuando Ángela llegó media hora antes de lo normal.
—¿Pero qué haces tan pronto acá? —preguntó Elizabeth.
—Hola, mi niña. Pensé que hasta que Pizza esté mejor, y para que no se quede sola, vengo antes.
Tras soltar una risotada, Elizabeth se la quedó mirándola.
—Pero Ángela, ¿no crees que esto es excesivo? A Pizza no le va a pasar nada por estar sola media hora.
La mujer, dejando su bolso encima del sillón, respondió con los brazos en jarras.
—Y a mí... tampoco me pasará nada por venir treinta minutos antes. ¿Algún problema?
—No... no —rio—. Podes venir todo lo temprano que quieras. Incluso podrías llegar un poco antes
y prepararme la ducha y el café para cuando me levante. Oh... y también dejarme el auto en marcha.
—Sos una loca —soltó la mujer, dándole un cómico azote en el trasero.
Luego, mirando a la perra que se acercaba hasta ella cojeando, fue corriendo a agarrarla.
—Pero hermosa mía, ¿dónde vas?
—A saludarte y a que le des su ración de jamón de york —se burló Elizabeth.
—¿Ves, cabezota? —protestó Ángela—. ¿Ves como tengo que estar acá para vigilar a este bichito? Quién sabe el daño que se puede hacer al estar ella solita andando por la casa.
Divertida por las carantoñas que aquellas dos se hacían mutuamente, Elizabeth se acercó a la perra para
darle un beso en su peluda cabeza.
—No te preocupes, Pizza, ya me voy para que te pongas morada de jamón de york.
La perra, al escuchar aquello, soltó un ladrido haciendo reír a ambas. Esa perra era muy lista y entendía todo. Eso sí, cuando le daba la real gana.
Casi una hora después, Elizabeth llegó a la oficina. Belén la esperaba con el correo del día.
Rápidamente se vio sumergida en contratos y problemas a resolver. A media mañana Belén entró con un
sobre que acababa de llegar. Lo había traído un mensajero y era personal para Elizabeth. Esta lo abrió y
cuál sería su sorpresa al ver unas fotos de Kevin y su mujer. Horrorizada las miraba cuando sonó su línea directa y lo tomó.
—¿Qué te parecen las fotos? —dijo una vozal otro lado del teléfono.
Elizabeth en un principio se quedó callada, no entendía nada. Pero al escuchar aquella fría risotada lo
reconoció.
—¿Qué es esto, Cavanillas? —preguntó molesta.
—Querida, no hay que ponerse así —murmuró arrastrando las palabras—. Solo quería saber si te habían gustado las fotos. Si me dices que no, tengo otras de tu hermanito y su bonita mujer que quizá te gusten más. Y si me dices que tampoco, me encargaré de enviarte alguna de tu piloto y su dulce niña. Por cierto, sería una pena que a esa niñita le pasara algo por tu culpa ¿no crees?
—Sos un repugnante hijo de...
—Tranquila, pequeña zorra —cortó—. Si no queres complicarte más la vida, basta de averiguaciones. No soporto que nadie se entrometa en mis asuntos. ¿Entendido?
—Deje en paz a mi familia —soltó perdiendo los nervios—. Es usted un ser despreciable...
No le dio tiempo a decir más; Cavanillas colgó. Elizabeth volvió a agarrar las fotos para mirarlas. En
ella se veía a ambos, pero lo horrible era ver cómo Bianca esnifaba algo que seguro era coca, mientras
Kevin estaba a su lado. No podía ser verdad. No podía creer lo que las fotos decían por sí solas. Sabía que su hermano nunca había sido un santo y que alguna vez había fumado hachís. Pero lo que nunca se había podido imaginar era que Kevin esnifase coca.
Horrorizada, soltó las fotos y dio la vuelta a su sillón para mirar la Puerta de Alcalá. Tenía que hablar con su hermano urgentemente. El problema era que no sabía cómo localizarlo. El último día que la llamó le dijo que había perdido el móvil, y que en cuanto tuviera uno la llamaría y le daría el nuevo número. Andaba sumida en sus pensamientos cuando escuchó que la puerta se abría. Era su amiga Carla.
—Hey... ¿Qué pasa? —preguntó acercándose a ella—. ¿Por qué tenes los ojos llorosos?
Elizabeth fue a contestar cuando Carla fijó la mirada en una de las fotos que estaban sobre la mesa. La agarró para mirarla y, llevándose la mano a la boca, susurró horrorizada.
—¡Dios mío! Este… este no puede ser Kevin. No, por favor.
Quitándole la foto de la mano, Elizabeth la volvió a meter en el sobre y después en su bolso.
—Vos no viste nada.
—Pero ¿cómo podes decir eso? —le soltó su amiga indignada por aquel arranque.
—No viste nada —repitió Elizabeth.
Con el corazón a mil por lo que aquellas fotos querían decir, Carla miró a su amiga preocupada.
—No, por favor. No quiero que Kevin acabe como Alfonso.
—No es lo mismo. Y no quiero hablar del tema.
—No sé qué pasa, Elizabeth, pero soy tu amiga y sé lo que vi, ¿entendes? —insistió, incapaz de callar—. Y no… no me voy a quedar impasible ante algo así. Así que, habla. Habla conmigo
e intentemos buscar una solución que pueda ayudar a Kevin.
El rostro frío de Elizabeth se descongeló e incapaz de aguantar más se arrugó y no pudo contener los
sollozos.
—Oh... Carla. No sé qué pensar. No lo puedo creer. Si es cierto lo que muestran estas fotos, ¿qué
puedo hacer?
Conmovida por cómo lloraba, Carla la abrazó.
—Escuchame. Ahora mismo nos vamos de acá. Vamos a comer. Decile a Belén que estaremos fuera
dos o tres horas. Y ponete las gafas de sol para que nadie vea que lloraste.
Diez minutos después salieron del edificio, pero cuando llegaron al estacionamiento se encontraron con
el jefazo, el señor Peterson.
—Buenos días, señoritas, o mejor, buenas tardes.
—Buenas tardes —respondieron ambas.
—¿Van a comer? —preguntó Peterson.
Ambas asintieron con la cabeza, pero no despegaron los labios mientras seguían su camino. Peterson
se paró y las miró. Algo le ocurría a su eficaz Elizabeth y no tardaría en averiguarlo. Una vez llegaron al
coche de Carla, se subieron y se dirigieron a un pequeño restaurante chino que conocían desde hacía
años. Por suerte estaba libre su mesa preferida. O mejor dicho, su «mesa de las confesiones», como ellas
cariñosamente la llamaban.
—Muy bien —dijo Carla tras pedir algo de beber—. Ahora que estamos solas y tranquilas creo que
tienes algo que contarme, ¿no?
Elizabeth se removió incómoda en su silla. No tenía muchas ganas de hablar.
—Carla, quizá sea mejor que no sepas nada del tema.
—¿Cómo podes decir eso? ¿Te parecería a vos normal que yo tuviera un problema, lo supieras y
yo no te quisiera contar nada al respecto?
—Creo que eres la persona menos indicada para decirme eso —explotó Elizabeth—. Tuviste un grave
problema con Alfonso y ¿me lo contaste? ¿O quizá me lo tuve que encontrar por sorpresa?
Carla suspiró, y tras unos segundos de silencio, tomándole las manos añadió:
—Tenes razón. Tenes toda la razón del mundo. Pero eso no va a volver a pasar. Aprendí que sola, a veces, las cosas no se pueden solucionar. Y vos me enseñaste. Me di cuenta de que si no es por vos, por tu ayuda, por tu paciencia y por cómo nos queres a Noelia y a mí, nos hubiéramos hundido en la miseria. Y ahora déjame decirte la diferencia que existe entre aquello que pasó y esto. Vos no sabías que yo tenía un problema, pero yo sí sé que lo tenes. Vi las fotos, y además —dijo apretándole las manos—, yo te quiero muchísimo y quiero a Kevin. Son mi familia.
Elizabeth se sentía conmovida por sus palabras.
—Perdón. Perdoname. No era necesario lo que te dije.
—No te preocupes —respondió su amiga con una conciliadora sonrisa—. Era algo que tarde o temprano tenías que decirme. Sé que no hice bien ocultando mi problema, y por eso quiero evitar que te ocurra a vos. A Alfonso lo quise mucho. Lo amaba más que a mi vida. Pero nuestro principio no fue igual que el final. Y a pesar de saber que él se drogaba y me robaba, yo lo quería. Me negaba a aceptar lo que ocurría engañándome a mí misma. Pero como ya viste, todo tiene un final, y ahora, cuando ya ha pasado un tiempo de aquello, y veo lo feliz que soy con Samuel, hay veces que doy gracias a Dios porque todo
terminara como terminó. Y fíjate lo que te voy a decir, Elizabeth, aunque suene muy duro: si no hubiera
pasado lo que pasó ese día, creo que aún seguiría con Alfonso, y seguramente habría destrozado mi vida y la de Noelia. Por eso necesito saber lo que te pasa. Seguro que entre las dos podremos encontrar una
solución.
—Ojalá fuera tan fácil como crees.
—No —respondió Carla—, no creo que sea fácil. La vida por norma general es difícil. Pero para eso estamos, cielo, para ayudarnos los unos a los otros. —Al ver que la miraba, insistió—Tenemos tiempo, cuéntamelo.
Las palabras de Carla la habían convencido y Elizabeth comenzó a relatarle todo el problema desde el
principio. Le contó que había visto a su padre y a Elena. Incluso que había conocido a sus dos hermanastros. Y por último le confesó lo que había averiguado sobre los sucios negocios de Cavanillas-
—Realmente no sé qué decirte en lo referente a tu padre y los niños —contestó sinceramente Carla
—. Solo pensa que esos niños no son los culpables de nada de lo que tu padre haya hecho.
—Ya sé... Ya sé —respondió desesperada—. Pero lo que realmente ahora me preocupa es el problema de Cavanillas.
Aquello encendió a Carla.
—Maldito hijo de perra ese tipo. Pedazo de chorizo. Por cierto, ¿a Peterson le comentaste algo?
—No —respondió Elizabeth asustada—. No me atreví.
—Elizabeth, creo que este problema nos sobrepasa. Tendríamos que hablar con la policía.
—Ni hablar —respondió tajantemente.
—Cometes un grave error —respondió Carla, al ver su mirada decidida—. ¿Cómo lo vas a resolver vos sola?
—No sé, Carla, no sé.
Desesperada se retiró el pelo de la cara cuando su amiga le preguntó.
—¿Hablaste con Nam del tema?
—No, y vos no le vas a decir nada.
—¿Por qué?
—Porque Nam buscaría a Cavanillas y le partiría la cara.
—No estaría mal —se mofó Carla—. Quizá necesita que alguien le dé una buena lección.
—Ni hablar —negó Elizabeth—. No quiero meter a Nam en esto. Si Cavanillas le hiciera algo a él o a Yoon, no me lo podría perdonar. Y siempre está hablando de la niña.
—¿De verdad?
—Sí. Y eso me asusta mucho Carla. Yo… yo no puedo permitir que les pase nada y luego… luego…
está Kevin... Oh, Dios.
—Deberíamos hablar con Kevin.
Consciente de que aquello no era buena idea siseó.
—Sí, claro, ¿y qué le pregunto? ¿Oye, hermanito, te drogas?
—No, Elizabeth, no seas tonta. Estoy casi segura de que Kevin no está metido en temas de drogas. Es
demasiado listo para haberse metido en algo así. Una cosa es que se fume un peta de vez en cuando, y
otra que esnife coca. No... me niego a pensarlo.
—¿Y estas fotos qué? —susurró Elizabeth mirándolas.
Tras unos segundos en el que ambas volvieron a mirar las fotos Carla contestó.
—Desde luego, a quien reconozco en ellas al cien por cien es a Bianca. A Kevin no le veo la cara con claridad.
Volvieron a mirar las fotos. El primer plano de la muchacha era indiscutible.
—Bien me engañó la de Eslovenia —gruñó Elizabeth al pensar en su hermana Donna—. Pero
Kevin... no me puedo imaginar a mi hermano enganchado a la coca.
Carla la miró y omitió decir que ella nunca se hubiera esperado aquello de Alfonso.
—Escucha, Elizabeth, antes de sacar falsas conclusiones creo que deberías hablar con él. Sé que va a
ser difícil, pero... —murmuró tocándole con cariño el rostro.
—Tenes razón. El problema es cómo localizarlo.
—En su teléfono.
—Imposible. El último día que me llamó desde una cabina telefónica me dijo que había perdido su teléfono y que pronto me llamaría para darme el nuevo número.
—¡No lo puedo creer! —blasfemó Carla.
Cada vez más confundida Elizabeth añadió.
—No tengo ni su dirección, ni el teléfono de la casa de Bianca, ni nada.
—Bueno, lo que sí sabemos es que viven en Eslovenia.
—Sí, ¿pero dónde? —se desesperó Elizabeth.
—¿Tenes algún dato de ella?
Elizabeth negó con la cabeza.
—¿Por qué no hablas con ese detective? Seguro que él puede ayudarnos.
Un pequeño rayo de sol iluminó el gesto de Elizabeth.
—Tenes razón. Le encargaré que localice a mi hermano.
—Así me gusta, verte positiva —sonrió Carla—. Habla con el detective y que lo encuentre. Por lo
demás, cualquier cosa que necesites o te ronde por la cabeza, cuéntamela. Me tienes a tu disposición las
veinticuatro horas del día.
—Gracias, Carla. Y por favor, no le cuentes ni a Samuel ni a nadie mis problemas.
—¿Qué problemas? —ambas rieron.
Tras comer salieron del restaurante con dirección a la oficina. De camino al coche, Elizabeth tomó a su
amiga del brazo y, se acercó a ella cariñosa.
—Por cierto, Carla, yo también te quiero.
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Casi una novela.
Romance¿Quién querría echar el freno con un atractivo piloto de moto GP pegado a sus tacones? Elizabeth es una joven abogada que, tras su último desengaño, tiene claro que no volverá a sufrir más por amor y decide centrarse en sí misma y en su profesión. U...