—Por fin es viernes —susurró Elizabeth al salir de la oficina.
El trabajo algunos días era agobiante. Y aquel había sido uno de esos días. Con prisa, fue hacia
su auto. Lo abrió, metió su bolso y, cuando iba a cerrar, vió que abajo del auto de al lado había
una caja de pizza que se movía. Cerró la puerta rápidamente.
Será una rata, pensó horrorizada.
Pero, cuando encendió el motor, volvió a mirar y vió una pequeña cara peluda y blanquecina
asomar por el extremo de la caja. Era un perrito. Sin poder resistirse apagó el motor, bajó del auto y
abrió la tapa de la caja de pizza.
—Vení, pequeño, salí de ahí —murmuró sonriendo—. ¿Dónde están tus dueños?
Miró a ambos lados del parking. No había nadie. Estaba sola.
Con cariño miró al pequeño animal peludo.
—Tenes hambre, ¿no? —El cachorro pareció entenderla y ladró—. Oh, Dios... pero si eres una
lindura.
Divertida, lo agarró con una mano y se lo acercó a la cara. Era peludo y sus ojos tristes le dejaron
sin habla. La noche se acercaba y le daba pena dejarlo ahí solo. Pero no podía tener un perro en casa. En
su vida y con su trabajo no había lugar para un animal. Lo dejó en el suelo apenada.
—Perdón. No me puedo hacer cargo de vos.
Abrió la puerta de su auto y, cuando fue a meter los pies, el cachorro intentó subirse, pero ella no lo
dejó.
—Ni un paso más, amiguito. No puedo quedarme con vos. Fin de la discusión.
Arrancó y este se quedó sentado sobre su regordete trasero. Elizabeth lo miró y se agobió. No podía
dejarlo ahí. Era un cachorro. Un bebé. Al final, abrió de nuevo la puerta, bajó del auto, lo agarró y, tras
resoplar, murmuró:
—Bueno. Te llevo a casa. Pero solo será una noche. Llamaré mañana a la protectora de animales y
ellos te buscarán un hogar.
Durante el camino a casa, el cachorro color canela y blanco se enroscó y se durmió en el asiento del
copiloto junto al bolso. Elizabeth, enternecida, lo miraba mientras pensaba en lo divertido que sería
quedarse con él. Pero acto seguido se reprendió. No podía, o más bien, no debía hacerse cargo de un
animal. Ella casi nunca estaba en casa. Quedárselo sería cargar a Ángela, una encantadora toledana que
iba a limpiar lo poco que ella ensuciaba. La conocía desde que era chiquita y siempre la retaba
por lo poco que comía y lo sola que estaba. Una vez que estacionó en su casa, agarró al animalito con
cariño y entró con él en el salón.
—Bueno, precioso, te daré de comer algo más digestivo que un trozo de pizza.
Al entrar en la cocina, Elizabeth lo soltó y este lo primero que hizo este fue estrenar la cocina.
—Oh... no... oh… no —se quejó Elizabeth mientras se apresuraba por el trapo—. Empezamos mal.
Pero el cachorro parecía contento, y comenzó a correr y a ladrar como un loco. Elizabeth sonrió
mientras se dirigía a la heladera, sacaba un cartón de leche, y buscaba un recipiente y galletas. En cuanto
apareció con aquello el perrito se abalanzó con un apetito voraz. Mientras lo veía sabrocearse con la leche y las galletas, Elizabeth llamó a información. Necesitaba el teléfono del servicio de recogida de animales.
Marcó el número que le habían dado y un contestador automático le indicó que el horario de recogida
era de lunes a viernes. Debía dejar la dirección de recogida, raza del animal, teléfono y nombre de la
persona por la que debían preguntar. Durante unos minutos dudó. ¡Era tan bonito! Pero después ver que este
volvía a mearse en la tarima no lo dudó y dio sus datos.
—¿Y qué hago yo con vos el fin de semana? —preguntó mirando al animal.
Una vez que cenó decidió repasar unas estadísticas que se había traído del trabajo. Siempre
estaba trabajando.
—Bueno, hay que ponerse a trabajar —dijo mientras observaba al cachorro enroscado sobre la
alfombra.
A las nueve de la noche se puso a repasar unas estadísticas anuales de la empresa, y a las doce
decidió irse a dormir. Desperezándose, se levantó de la silla, apagó el portátil y, cuando comenzó a subir
las escaleras, oyó unos pasitos rápidos tras ella. Al volverse vio al cachorro. La miraba con sus bonitos
ojazos mientras movía el rabito.
—Bueno... vas a subir conmigo a dormir. Y, por favor, ¡no te mees otra vez! ¿okay?
Pero fue dejarlo en el piso de la planta de arriba y el cachorro volvió a hacerlo. Elizabeth resopló, lo
limpió, puso una pequeña manta en el suelo y murmuró:
—Te prohíbo terminantemente que duermas en mi cama, ¿me escuchaste?
El cachorro hizo un sonido que la hizo sonreír. Diez minutos después Elizabeth agarró al animal del
suelo, lo subió a su cama y, finalmente, se quedaron profundamente dormidos.
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Casi una novela.
Romansa¿Quién querría echar el freno con un atractivo piloto de moto GP pegado a sus tacones? Elizabeth es una joven abogada que, tras su último desengaño, tiene claro que no volverá a sufrir más por amor y decide centrarse en sí misma y en su profesión. U...