Historia 14

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La siguiente vez que me di cuenta, caminaba por una zona extensa de una carretera que atravesaba el desierto. Estaba llegando a una ciudad, pero no estoy seguro de cuál; los letreros que avisaban que estaba a cinco o seis kilómetros de cualquier parte, simplemente decían "YA LO VERAS" desde hace cinco o seis kilómetros.

No había nadie a la vista en ese pueblo. Se veían los rastros del abandono por doquier. La arena y las rodadoras habían invadido la ciudad. Se veía limpia de basura, pues el viento se la había llevado hace tiempo y parece como si no hubiese habido gente en meses que la rellenara de más basura.

No dudé en dirigirme a ese lugar, porque..., bueno, ¿qué podía ser peor que estar en medio del desierto sin lugar a dónde ir? Si mis cálculos no me fallaban, esa podría ser Villa Lenader -aunque podría estar equivocado, no soy un amplio conocedor de la geografía de mi estado- y podría haber recorrido ya más de cien kilómetros a pie desde mi hogar. No había tenido el valor de volver a mi casa ni por un cambio de ropa y mucho menos de volver a dónde había dejado mi auto. Entrar en la ciudad quizá no sería sinónimo de salvación, pero podría encontrar sombra y agua, en el mejor de los casos.

Lo primero que hice fue arrejuntarme a las casas para recibir sombra. Al apoyarme en una casa pintada de verde menta, pude ver por la ventana de una recámara como un anciano de barba blanca, piel albina, poco aseo y con los pantalones abajo se cogía a una mujer desnuda y muy hermosa, que dudo que estaría muy de acuerdo si no estuviese profundamente dormida en su cama, como en coma. Aparté la mirada y caminé bajo la sombra de las fachadas, esperando que mi piel dejara de arder y mi cuerpo de sudar. Después de lo que pasé en mi propia casa, no pensaba entrar a ninguna de todas estas, pero estaba esperanzado a ver alguna llave de agua en algún patio delantero (si es que aún circulaba el agua) o algún charco en la banqueta.

Caminé de esta manera por cerca de cinco cuadras hasta alcanzar un mural largo de unos tres metros de alto, como las paredes que hay comúnmente en los panteones. Sólo que en éste había pasmados artes con colores muertos y de muy mal gusto. Había uno de una mujer llorando sangre y con un martillo sobre la cabeza de su bebé; otro de un niño empujando a otro que podría ser su hermanito de un arrecife; otro muy bien elaborado al etilo rupestre relataba una pequeña historia en imágenes simples de hombres cavernarios que estaban cazando, luego como una figura anciana y torcida les habló y eventualmente se estaban cazando entre ellos. La pintura al final de este mural, la más perturbadora de todas, era en blanco y negro y tan realista como una foto. No mostraba más que la imagen a tamaño real de un sujeto de sombrero de cinta blanco, camisa de manga corta, pantalón de tirante y moño cincuentero abriendo la puerta de su casa amablemente mientras sonreía hacia enfrente, como invitando a alguien a entrar.

Pasando esa larga barda, había un camino de terracería que llevaba a través de unos baldíos extensos hasta otra sección de la ciudad. Me molestó volver a sentir la luz del sol sobre mi piel y la idea de tener que tolerarlo por al menos doscientos metros más, pero de no haber sido por el sol, jamás me habría dado cuenta de que mi sombra ya no me seguía (uno se da cuenta de esas cosas). Me volví para verla correr en dirección al mural y pasmarse en él, simple pintura negra perfectamente trazando mi figura. Vi al hombre de la puerta cobrar vida y saludarla complacido; mi sombra le devolvió el saludo y se acercó a la puerta, como si fueran dos buenos amigos. El hombre se apartó y dejó que mi pintura entrara, luego me miró, si sonrisa se ensanchó de una forma monstruosa, me guiño un ojo y entró en su casa triunfal.

Ridículo como suena, corrí a prisa hacia ese mural esperando lo peor y comencé a golpear la puerta de la casa, que no era de madera sino de bloque. Gritaba para advertir a mi sombra que las intenciones de su anfitrión no eran buenas y que volviera a toda prisa. Entonces, mi camiseta se desgarró como por acto de magia y un rasguño de tres uñas apareció en mi estómago. El rostro del ahora monstruoso y enloquecido sujeto asomó por la ventana, como mofándose y disfrutándolo. Mi sombra abrió la puerta y casi escapa antes de que una mano deforme lo arrastrara de vuelta a la oscuridad de la casa. Sentí como mis pantalones se bajaban. Si no hacía algo a toda prisa, mi sombra (y yo, casi con toda seguridad) sería la perra de un desgraciado maniaco y depravado. Miré en todas direcciones y en la otra calle, a unos cien metros, había un auto con la puerta abierta. Como el recorrido era largo, tuve tiempo de entender que estaría totalmente funcional y probablemente las llaves estarían puestas, o quizá ya encendido, porque era una decisión que tendría que tomar. ¿Me creía capaz?

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