Capítulo 7

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Tras meter las manos bajo el grifo abierto, se mojó el rostro una vez más. Faltaban doce minutos para las tres de la tarde. La reunión estaba pronta a iniciar y, aunque se había mantenido despierto hasta altas horas de la noche planeándola, la ansiedad amenazaba con devorárselo a medida que los segundos pasaban.

Cuando se quedó sin tiempo que perder, cerró la llave y se acomodó la corbata —oscura e insípida, como el resto de su limitada colección—. Preocupado por el estado excesivamente pulcro de su cabello —no sería la primera oportunidad en que alguien se burlaba de su corte comparándolo con un Beatle—, lo alborotó con informalidad, solo para devolverlo a su estado original al darse cuenta de que no lo convencía. Jamás fue un hombre atractivo, eso lo tenía claro, pero aquel día era doloroso pensar en los comentarios que sus compañeros harían después de la junta.

No. No, eso no debía importarle en lo absoluto. Si la señora Robinson lo había elegido como director, no sería por su aspecto físico, sino por... ¿Por qué? Ya se lo había explicado en tantas ocasiones y Marshall aún no conseguía entenderlo. ¿De verdad la había impresionado tanto simplemente intimidando a Fitzpatrick? ¿Era eso todo lo necesario para ser un buen líder?

Basta. Eso no tenía por qué incumbirle tampoco. Se le pagaría de cualquier forma. Si la señora Robinson decidía que había hecho un mal trabajo, lo regresaría a su posición habitual y reestablecería el estatus quo. No tenía nada que perder, ni siquiera a nivel económico. ¿Acaso no era eso lo único que debería preocuparlo?

Un poco más seguro de sí mismo, abandonó el baño y enfiló hacia la sala de juntas. Allí, Fitzpatrick, Brown, Bawcett, la pelirroja y dos caballeros que solo conocía de vista preparaban sus propuestas. Armándose de valor, Marshall irrumpió en la habitación dando grandes zancadas y dejó que su portafolio cayera pesadamente sobre la mesa.

—Marshall —sonrió Brown, tan condescendiente como de costumbre—, me parece que te equivocaste de lugar. Esa es la silla de la señora Robinson.

Bawcett y la pelirroja rieron por lo bajo. Fitzpatrick, que estaba sentada junto a ellas y que solía unirse a sus burlas, mantenía la vista al frente y los dedos entrelazados sobre su carpeta, como una chiquilla queriendo evitarse un regaño.

—La señora Robinson no nos acompañará hoy, señor Brown —contestó Marshall, su voz más profunda y autoritaria de lo que cualquiera esperaría—. Tiene otros asuntos que atender y no regresará hasta mucho más tarde.

Brown se frotó la doble barbilla, confundido.

—Qué extraño. Tendría que habernos dicho algo...

—¿Esperaba que le pidiera permiso?

Mientras Brown claramente se mordía la lengua por el sobresalto, Bawcett y su amiga reían con aún más fuerza. Sus escandalizados y divertidos «¡oh!» ante la respuesta de Marshall fueron lo único que se oyó antes de las carcajadas. Fitzpatrick comenzó a presionar una y otra vez el botón de su bolígrafo, produciendo un ruido insoportable.

—No, claro que no —dijo Brown, intentando salvar la situación—. Lo que sucede es que, por lo general, la señora Robinson llama a quien la va a sustituir y... ¿A ti te llamó, Karla?

Fitzpatrick negó con la cabeza.

—Me llamó a mí —corrigió Marshall.

—Disculpa, Marshall, ¿qué dijiste? —preguntó Brown. En sus palabras vibraba ese paternalismo que utilizaba para dirigirse a él cuando se expresaba en murmullos respetuosos. Excepto que, esta vez, había hablado fuerte y claro.

—La señora Robinson me llamó a mí. Hace unos días. Y... y me pidió que dirigiese las juntas de ahora en más.

—Eso no tiene sentido —protestó ya harta Fitzpatrick, revisándose las largas uñas—. El señor Brown y yo nos hemos ocupado de esto desde mucho antes de que...

El ascenso de MarshallDonde viven las historias. Descúbrelo ahora