Capítulo 3

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Ese lunes, a alrededor de las once de la mañana, alguien llamó a la puerta de la oficina de Marshall.

—¡Adelante! —autorizó él, minimizando el programa de edición por instinto, como si estuviese haciendo algo indebido.

La figura alta y delgada de Karla Fitzpatrick apareció y Marshall tuvo que pasar saliva. Había algo amenazante en ella, en su rostro anguloso y sus ojos fríos —recordaba haber oído que tenía ascendencia sueca—, pero lo que más lo incomodaba era el simple hecho de que estuviera ahí, en su despacho, lista para zampárselo de un solo bocado si se daba la oportunidad.

—Buenos días, Valens —saludó ella formalmente, aunque no demoró en corregirse—: Es decir, señor Valenzuela.

—Buenos días, señorita Fitzpatrick. ¿En qué la puedo ayudar?

Ambos se sorprendieron por el tono racional y condescendiente de su voz. De haber sucedido una visita como aquella hacía unos meses, el tartamudeo habría sido incontrolable.

—Venía a disculparme. —Las palabras parecían quemarle la garganta al tiempo que su cabeza bajaba ligeramente—. Por lo de la última reunión. Estuvo fuera de lugar.

A lo mejor seguía más ofendido de lo que pretendía, porque no pudo resistir el impulso de torturarla. Habría estado nerviosa todo el fin de semana por algo que a Marshall le había provocado nada menos que una crisis, y se sentía injusto dejarla ir sin mucha ceremonia.

—Me temo que no recuerdo bien, señorita Fitzpatrick —respondió, poniéndose de pie con las manos detrás de la espalda. Su interés fingido generó un pequeño tic en el ojo de la mujer. Debía desearle la muerte en aquel momento.

—Oh, pues... usted sabe. El comentario... el comentario absolutamente impertinente que hice.

Marshall asintió, pensativo, mientras se desplazaba despacio por la habitación. Entre los dedos gruesos de su compañera, alcanzó a distinguir la pelota anti estrés que estaba apretando. Así que si estaba haciendo un esfuerzo por no asesinarle después de todo...

—¿El comentario? ¿Qué comentario?

Fitzpatrick lo miró como cuestionando «¿en serio?».

—Se hicieron muchos comentarios en esa reunión, señorita Fitzpatrick. Para eso estábamos allí: para intercambiar ideas, para hacer comentarios. Si quiere disculparse por un comentario específico...

—¡Oh, como si no lo supieras! —explotó en su acostumbrada voz de niña rica.

—¿Perdón? —Se detuvo, mirándola con una ceja enarcada.

Fitzpatrick resopló y agachó la cabeza de nuevo.

—Lo siento, es que... —Inspiró profundo—. Me refiero al comentario de inmigración.

—El comentario de inmigración.

—Sobre inmigración dándole problemas —terminó a gran velocidad—. Haciendo referencia al hecho de que...

—¿De que soy mexicano?

—Sí. De que es mexicano.

Marshall volvió a asentir y reanudó su marcha, que se asemejaba cada vez más a la de una pantera.

—Sé que no debí hacerlo —insistió Fitzpatrick—. Fue tremendamente ofensivo y... estoy arrepentida.

Él se detuvo frente al escritorio, de espaldas al mismo, y sujetó el borde con sus manos que —pese a la imagen de rigidez que estaba dando— no paraban de sudar.

—Acepto sus disculpas.

Fitzpatrick por fin pudo respirar. Era evidente que el perdón de Marshall no le importaba en lo más mínimo, pero comprendía que a su relación con la jefa no le convenía que él siguiera enojado.

El ascenso de MarshallDonde viven las historias. Descúbrelo ahora